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La sangre de Khashoggi llega a la Casa Blanca

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Nadie sabe para quién asesina. Mohamed bin Salman, el príncipe saudita, según todos los síntomas, ordenó la muerte y el descuartizamiento del periodista Jamal Khashoggi, pero la sangre ha salpicado a Donald Trump y amenaza con desestabilizar su caótico gobierno. Lo que Salman no pudo calibrar era que la oposición demócrata, ya con mayoría en el Congreso, lo utilizaría para lo que los viejos artilleros llaman “un tiro por elevación”. Le apuntarían a él y a su gobierno, pero para darle a Trump. Ese es el objetivo.

Como el exiliado era residente en Estados Unidos, Salman tuvo la fina cortesía de destriparlo en Turquía, donde, supuestamente, no indagarían excesivamente sobre la desaparición del sujeto. Al fin y al cabo, el presidente Recep Tayyip Erdogan, un hermano sunita, no es ajeno a la mano dura y conoce las dificultades de ejercer el poder en esa sanguinaria región del planeta. El que manda siempre debe tener la cimitarra afilada. O la sierra eléctrica, que no en balde vivimos en el siglo XXI.

¿Por qué Salman despachó hacia Estambul una pequeña expedición de asesinos para ejecutar a Khashoggi, en la que no faltaban un forense y un jet privado, si sabía que no era una persona peligrosa y, por el contrario, se trataba de una persona moderada que balanceaba la información sobre Arabia Saudita? Mi conjetura, basada en la información publicada por CNN en español, es que Salman deseaba que sus servicios secretos supieran que con él no se podía jugar porque no vacilaba en eliminarte. Era un mensaje a su entorno.

En los últimos tiempos le había enviado a su amigo Omar Abdulaziz más de 400 mensajes por WatsApp en los que criticaba severamente a Salman. Los 2 creían que comunicándose por WhatsApp estaban a salvo de la inteligencia saudita, pero no era cierto: hace ya algún tiempo que los israelíes habían descubierto cómo vulnerar esos códigos y presumiblemente casi todos los servicios de espionaje poseen el modo de penetrar el popular (y gratis) sistema de comunicación.

Khashoggi tenía a Salman por un joven petulante e implacable que tomaba prisionero a cualquiera. Cita CNN: “Los arrestos no están justificados y no le sirven (dicta la lógica), pero la tiranía no tiene lógica, él ama la fuerza, la opresión y necesita presumirlas. Es como una bestia ‘pac man’ que mientras más víctimas come, más quiere. No me sorprendería que la opresión alcanzara incluso a aquellos que lo celebran, luego otros y otros más y así en adelante. Dios sabe”.

Cuando la prensa le ha preguntado a Trump sobre las razones de su encubrimiento a Salman, el presidente norteamericano ha dicho una falsedad (“pudiera haberlo hecho o pudiera no haberlo hecho”), pero enseguida ha respondido como un vendedor, contado la razón económica tras esa farsa insostenible: Arabia Saudita es un socio de máxima importancia. Le vende a Estados Unidos 9% del petróleo que el país importa y le compra 98% de las armas y proyectiles que utiliza. Estamos hablando de miles de millones de dólares, sin contar los gastos de guerra de los Emiratos Árabes Unidos, de Egipto y Turquía, también clientes de Washington.

En este y parecidos episodios, protagonizados tanto por demócratas como por republicanos, se advierte la enorme contradicción que existe entre el discurso de la libertad y la conducta de los diferentes gobiernos. Y la excusa (también cierta) es que si las armas no las vendiera Estados Unidos, los beneficiados serían otros poderes adversarios: Rusia o China se quedarían con esos mercados, o incluso Francia, Inglaterra, Alemania, o España, otros de los grandes o medianos mercaderes de armamentos.

En todo caso, es un disparate mayúsculo que el presidente –sea Trump u Obama– o la Corona española o la inglesa patrocinen intereses (la industria armamentista, los hoteleros, los que sean), como si a todos los habitantes de sus países les conviniera el éxito económico de esos sectores. Eso no es verdad. Cuando yo era joven creía que “lo que era bueno para la General Motor era bueno para Estados Unidos”. No es cierto. Lo que es bueno para la sociedad lo determina el libre mercado y no los acuerdos mercantilistas de los gobernantes, punto de partida de tantos negocietes indignos, como se ha visto con los Odebrecht de este mundo.

Contrario a la leyenda, los países no tienen intereses económicos discernibles. Lo que es bueno para los exportadores es malo para los importadores y viceversa. Las empresas son las que tienen intereses. Los presidentes y los reyes son solo los depositarios de los valores generales de la sociedad. Si Trump hubiera suscrito este principio la sangre de Khashoggi no hubiera manchado la Casa Blanca y él no estaría en apuros.

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