Leaving Neverland añade una nueva página al expediente de Michael Jackson como depredador sexual. El documental se centra en el caso de dos de las supuestas víctimas del rey del pop. Y digo supuestas con toda la propiedad, pues hasta la fecha las versiones de Wade Robson y James Safechuck no han sido validadas por un jurado.
Al no existir prueba o evidencia física, queda aceptar o no el testimonio de dos hombres que la cámara desnuda en su veracidad. Con base en sus cambios de punto de vista, sus intereses, cumplo con manifestar mi duda respecto al alegato de los protagonistas del drama.
Por tanto, la película de no ficción de la cadena HBO ha llegado para sembrar polémica, buscando arrojar luz sobre la investigación que se le ha hecho al cantante de tantos éxitos de la música mainstream.
Concedo que el largometraje profundiza en el tema durante la extensión de cuatro horas. Una duración que permite abordar la complejidad psicológica y cultural del suceso que afectó la vida de niños y adolescentes que confiaron en la imagen del ídolo de Thriller.
En tal sentido, descubrimos una lectura secreta de la historia de la industria del espectáculo. De modo que ahí el aporte del filme resulta incontestable, al revelar el sustrato pedófilo de cada hit que pegó el compositor e intérprete de Bad.
Michael Jackson fue, entonces, la cara visible de una red de corrupción de menores, cuyas ondas sonoras persuadieron y afectaron al mundo entero.
Por lo visto, el gran público compró un mito de bondad, que encubría la explotación de almas inocentes y puras.
La inquietante difusión del documental nos increpa como consumidores de un producto que aparentaba ser la puerta a un universo de fantasías sin límites, cuando en realidad envolvía una trama de pesadilla.
Hablando de Jackson, me temo que representa al arquetipo de Cronos, el titán que mató al padre para reinar, llegando al extremo de devorar a sus hijos. Este Saturno del pop simboliza el ascenso y la caída de una forma de empaquetar el sistema de estrellas y la generación de contenidos en masa, la cual terminó lastimada y trastornada.
En efecto, nunca veremos con los mismos ojos a Michael Jackson y menos a los pequeños coreógrafos que siguieron sus pasos, sirviendo de influencia para lo que vendría después en las figuras de Britney Spears y NSYNC.
Verbigracia, el baile de Jazz, de movimientos hipersexualizados, cifra sus apuestas en remedar los pasos de Michael Jackson, tal como lo plantea la mejor parte de Leaving Neverland.
Lo peor radica en su doble moral que redunda en las descripciones pornográficas de los que sufrieron los acosos. En pocas palabras, el documental no deja mayor margen a la imaginación, funcionando paradójicamente como un discurso audiovisual que complace la mirada de cualquier pederasta maligno. Es el problema de querer conjurar al demonio, utilizando sus mismas armas y estrategias de seducción o vampirización.
Encima, el tiempo se extiende para satisfacer el deseo vouyerista de una audiencia indiferente que antes naturalizó y ensalzó al líder. Por ende, se asiste a una suerte de terapia que pretende liberar el complejo de culpa del espectador y de toda una generación.
La película culmina en un tono de réquiem que anuncia la persistencia de la impunidad y del círculo vicioso, auspiciado por unos padres irresponsables y aprovechadores.
El discurso, aun así, carece de contrapeso, amparándose en el relato de puras fuentes parcializadas.
Por ende, Leaving Neverland resume un serio defecto de argumentación, restándole credibilidad a su denuncia. Demasiado tarde cantaron las víctimas de la conspiración. Ahora lucen como un reparto de oportunistas del llanto y la corrección política.