Torturar es infligir intencionadamente a un ser humano sufrimientos físicos o mentales, con la finalidad de obtener información o una confesión, o de intimidarlo o coaccionarlo, por cualquier razón. La tortura es infligida por funcionarios o por orden de ellos o con su consentimiento o instigación. El torturador en muchos casos disfruta torturando o recordando el atropello.
Muy lentamente, demasiado lentamente, el mundo ha condenado y ha prohibido la tortura. Está muy lejos de haber desaparecido, pero se ha reducido y los gobiernos que la practican tratan de ocultarla.
El gobierno venezolano no puede esconder la satisfacción que siente al practicarla. Se trata de una perversión escondida que logra burlar disposiciones legales que en todos los países democráticos la prohíben y condenan y buscan que no se pueda practicar, haciéndola visible.
En un Estado de Derecho:
• Las personas detenidas tienen derecho a representación legal desde el mismo momento en que se les privó de libertad.
• Los familiares y abogados tienen derecho de saber dónde y por qué están detenidas. Los abogados deben estar presentes durante los interrogatorios.
• El estado físico y mental de las personas detenidas puede ser verificado por médicos.
• Las confesiones obtenidas mediante tortura no pueden utilizarse como prueba.
Hay muchas opiniones acerca de la Constitución de 1999, la llamada Constitución Bolivariana, pero existe unanimidad en el reconocimiento al avance que significó en materia de derechos humanos. En su texto se consagran todas las previsiones contra la tortura, castigo imprescriptible a los torturadores y todas las garantías a la integridad física y mental de las personas detenidas.
Ninguna de estas previsiones se cumple en Venezuela. Nicolás Maduro se ha convertido en el Pedro Estrada del siglo XXI y el grupo de delincuentes, de bufones y de adulantes –cuyo amplio espectro va de los hermanos Rodríguez a José Luis Rodríguez Zapatero– que le acompañan en las funciones represivas se solaza en la cínica admisión del ejercicio del poder sin límites ni jurídicos ni morales.
No es Juan Requesens el primer torturado por el régimen de Nicolás Maduro. Lamentablemente es uno entre miles. Tampoco se trata de una práctica inventada por el chavismo. Nuestra historia y la historia de la humanidad se han visto manchadas desde el inicio de los tiempos por ese intento de destruir al individuo, física o mentalmente, de quebrar su voluntad y su autoestima.
Hablar de Juan Requesens, lejos de olvidar los muchos otros casos de torturas en las cárceles del régimen, es encarnar en una imagen, en un rostro, lo que se está convirtiendo en la “banalidad del mal”.
Toda Venezuela ha visto y vuelto a ver, muchísimas veces, las imágenes de la “confesión” y de la humillación encarnadas en Juan, un muchacho que podría ser nuestro hijo o nuestro hermano y cuya imagen se convierte en el rostro de todos los torturados.
Hoy podemos decir que las imágenes difundidas por el gobierno no solo se cirunscriben a Juan Requesens, sino que nos reflejan a cada uno de nosotros. Jamás olvidaremos los miles de mártires del régimen chavista-madurista y lo que pretendemos resaltar es que el rostro de Juan Requesens es el rostro torturado y humillado de muchísimos jóvenes venezolanos y, simbólicamente, esa imagen del joven diputado es el rostro de toda la juventud venezolana. En su mirada perdida vemos la profundidad del sufrimiento, pero también vislumbramos la fe en el porvenir.
Vaya a la familia de Juan Recasens, a su partido Primero Justicia, a la Asamblea Nacional de la que forma parte y a todos los que luchan por la libertad en Venezuela, mi expresión de la más radical e incondicional solidaridad.