El deterioro de la situación económica y social de Venezuela no es reversible con soluciones parciales ni medidas transitorias. El desmantelamiento de la república es dramático; tanto, que sería ingenuo pensar que con la sola aplicación de un paquete de medidas de apertura económica vendrán las inversiones internacionales y esto significará, automáticamente, el florecimiento del empleo y la aparición inmediata de la comida y las medicinas. No hay ni leyes ni instituciones para garantizar un regreso a la normalidad sin que haya antes una recomposición total del Estado venezolano.
El discurso político del gobierno y la MUD coincide en banalizar la crisis, cada uno a su manera. El régimen lo hace con particular cinismo al negar su propia herencia de hambre y destrucción, echándole la culpa de todo lo que pasa al gobierno anterior, pese a que llevan casi veinte años en el poder. La mentira alcanzó niveles apoteósicos cuando Nicolás Maduro aseguró, en diciembre pasado, que el salario de un trabajador venezolano estaba por los 17.000 dólares.
Por su parte, la MUD comete el error deliberado de tratar esta crisis como una simple crisis de gobierno, y no como lo que es en realidad: una profunda crisis del Estado que convierte a Venezuela en un país ingobernable. Las acciones y la narrativa de la MUD llevan a pensar que estamos tan solo frente a un mal gobierno y que, por consiguiente, esto se resuelve de forma democrática, por la vía electoral. Insisten en ello a pesar de la abundante evidencia de que el régimen jamás entregará el poder aunque pierda elecciones.
Así, mientras el país se derrumba, tanto el gobierno como la MUD coinciden en llamar a comicios. Los unos, porque necesitan legitimarse desesperadamente ante sus fuerzas armadas; los otros, porque apuestan a una transición de gobierno pactada, dejando intacta la estructura de poder del Estado chavista que nos condujo a esto. Ambas facciones están de acuerdo en que la situación aún puede manejarse con arreglo a mutuas concesiones burocráticas. Las negociaciones en República Dominicana son el mejor ejemplo.
Por eso en las calles de Venezuela se respira desconfianza y frustración ante la agresión permanente del régimen a sus ciudadanos, y la habitual traición de la oposición electoral de la MUD. El caso de la MUD es particularmente sensible, porque en algún momento significó esperanza para muchos. Sin embargo, esa confianza quedó diluida en medio de posiciones erráticas y ambiguas frente a la dictadura.
Los eventos de 2017 mostraron la verdadera naturaleza despótica y violenta del Estado chavista. Igualmente, quedó clara la vocación conciliadora de una parte de la oposición que no está dispuesta a dirigir la lucha por la libertad. Entonces, ante la represión del régimen y la renuncia de la MUD, el ciudadano en la calle se siente, con toda razón, absolutamente indefenso y obligado a buscar nuevas formas para sobrevivir y derrocar a la dictadura.
Las protestas espontáneas de finales del 2017 no se pueden simplificar a masas hambrientas en busca de un pernil. Intuitivamente la gente en la calle sabe que el modelo del régimen chavista es insostenible e inviable y, además, que con la MUD no se cuenta para cambiarlo. Entonces cualquier motivo es legítimo para movilizarse en la calle por el cambio político: pernil, gas, medicinas… Todos son emblemas de un país de miserias y carencias, del cual nadie se siente orgulloso y todos queremos cambiar.
Sin duda, estas movilizaciones no serán suficientes para derrocar a la dictadura, pero constituyen el embrión de una nueva oposición que busca nuevas formas para romper el asfixiante doble torniquete del régimen y la MUD.
@humbertotweets
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