Una cosa es hablar de ética en cuanto sistema de normas humanas de conducta y otra hablar de ética revolucionaria. No son sinónimos ambos conceptos. Eso deducimos de nuestras investigaciones sobre historias y relatos-de-vida de líderes políticos revolucionarios venezolanos de origen popular.
Toda ética se sostiene sobre un núcleo central de conceptos y significaciones de los que depende su sentido y por ende el sentido de la conducta que de ellos se deriva. Este núcleo significante es en nuestros sujetos la revolución, a la cual todo principio y toda norma se someten. “Me imagino el dolor de una gente cuando le está viendo los ojos al que te va a meté un pepazo. Si había que hacelo, había que hacelo”. Lo dice Rafael (seudónimo) y lo prueba con varios relatos.
Toda ética supone además una justificación clara de una línea de conducta. Rafael la concientiza y la expone: “No es un acto delictivo, es un acto revolucionario, es un acto por amor; el Che lo decía: yo sé que mato pero yo lo hago por amor. Porque hay veces, hay gente que no tiene… hay que raspásela de una vez porque son demasiado viciosas dentro de esta sociedad”.
Hemos detectado tres tipos de líder revolucionario, sin embargo: los que son como Rafael, los que se mantienen en conflicto consigo mismos toda la vida y los que no pueden soportar esa contradicción interna y abandonan su compromiso revolucionario.
En los primeros encontramos la falta de una experiencia profunda de madre y un padre que les traza un camino de afectividad completamente externo al matricentrismo. En los segundos, la experiencia de madre es fuerte y por eso viven permanentemente en ese conflicto interior entre su cultura popular de fondo y el mundo sobreimpuesto de la política y la ética revolucionaria. Los terceros, viven esa misma contradicción, a veces por largo período de tiempo, y finalmente optan por su cultura de relacionalidad convivencial. La justificación de la violencia, la concepción del otro como enemigo, la ética regida por los valores revolucionarios exclusivamente en el ejercicio de la acción, chocan con la cultura de afectividad matricentrada que permanece en el fondo de su ser.
Lo que más impresiona es que la actitud ética del revolucionario radical coincide con la de los malandros que también hemos estudiado. Estos delinquen pero dentro de los significados de la cultura. Los pervierten, los distorsionan pero no los niegan. Los políticos se alejan de esos significados al tiempo que justifican el mismo tipo de acciones. Su conducta pertenece a otra lógica.
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