Las fuerzas armadas no son lo que fueron, pero solo en cierta medida. En realidad se parecen demasiado a las de antes, si miramos hacia los tiempos de violencia y dislocamiento de la sociedad en un pasado que creíamos desparecido de la faz de Venezuela. Se ha llegado en nuestros días a situaciones parecidas, casi como gotas de agua, a las que padeció el país rural en las peores épocas de su mengua, o a experiencias indeseables como las experimentadas durante el gomecismo. Motivos semejantes a los que predominaron cuando fuimos colonizados por el flagelo del caudillismo, pero igualmente a aquellos que distinguieron a los señores de los cuarteles como servidores del tirano paradigmático del siglo XX, forman una mezcla inverosímil a la cual se enfrenta la sociedad sin llegar a respuestas eficaces.
Debido a la fragilidad de un Ejecutivo que solo controlaba la tierra que pisaba, el siglo XIX fue dominado, en una buena parte de su lapso, por dirigentes lugareños que imponían sus decisiones en las comarcas de su procedencia y, si les soplaba buen viento, en grandes porciones del mapa. Desaparecidos Páez y Monagas, o tocados por la mala estrella de los combates, la disputa por la preponderancia se trasladó a figuras aclimatadas en las diversas regiones a las cuales no llegaba el control de la autoridad central y en las que hacían lo que les venía en gana. Sin freno porque no había en Caracas un jinete capaz de aplicarlo, la búsqueda del poder se convirtió en un rompecabezas sobre cuya soldadura nadie podía dar razón. De allí la aparición de un descoyuntamiento al cual apenas podían poner remiendo situaciones como el azar de los campos de batalla y los caprichos del tiempo, para que se asentara una atmósfera de incertidumbre sin término cercano. Como el sujeto que vivía en la casa de gobierno le temía a su propia sombra, como el individuo adornado con la banda presidencial no provocaba temor a los cabecillas realengos, cualquier designio de administración estaba condenado al fracaso. Es cierto que no tiene sentido hacer analogías con sucesos de ayer, tan peculiares y distantes, pero, ¿no es una experiencia semejante a la que vive Nicolás Maduro en la actualidad?, ¿puede el usurpador, desde sus mínimas cualidades de estadista o desde el inane soporte que le dan sus credenciales, controlar a los diversos poderes militares que se han establecido en las regiones?, ¿está en capacidad, sin nada respetable que lo sustente, de imponer su voluntad en los cuarteles?
Se sabe que la situación llegó a su fin cuando Gómez se adueñó del poder central, porque encontró viejos y cansados a los caudillos y contó con dinero suficiente para fundar una institución armada que respondiera a los intereses del Estado sin fijarse en causas locales y personales. Pero fue así apenas en teoría, porque el servicio de la necesidad común de la república se confundió con los intereses del hombre fuerte y de lo que él significaba, algo que, ante la falta de definiciones precisas, se llamó la causa, o la empresa del bien nacional, o como el adulador de turno quisiera calificarla. Partió de la consigna positivista de “orden y progreso”, en función de la cual se diseñó una organización disciplinada, dotada de doctrinas específicas y bien armadas, de la cual dependerían la estabilidad social y el resguardo del avance material. Pero, independientemente de los planes para dotarla de una identidad corporativa y de ventilarse la idea de una fundación para el bien de la república que debía lidiar con los desafíos del petróleo, los cuarteles fueron extremidad derecha de la tiranía, guardianes y monaguillos del hombre fuerte cuyo advenimiento obedeció a unas “leyes sociales” señaladas como médula de una propuesta ideológica que disfrazó la atrocidad de la dictadura con un benévolo antifaz de racionalidad. El esquema fue calcado por Chávez, quien volvió a la orientación gomecista de una fuerza puesta al servicio de los motivos superiores de una “revolución”, pero en realidad obediente a lo que saliera de su cabeza de aventurero. De allí la refundación de un equipo armado con designios semejantes a los del sujeto de La Mulera, pero ahora dependientes de las agallas del individuo de Sabaneta, que se ha enseñoreado para custodiar lo que Chávez inventó como “revolución” y lo que pueda representar de ella Nicolás Maduro.
La fragilidad de la concepción chavista del rol de sus colegas de armas ha menguado por la carencia ideológica que tuvo al nacer y por el fracaso estrepitoso que ha significado la colonización del país por los militares partiendo del disparatado entendimiento de una república socialista y bolivariana bajo la administración de los uniformados; pero también por el poco respeto que puede hoy producir entre los subalternos el nuevo “comandante en jefe”. De allí la vuelta a situaciones de anarquía castrense, mezcladas con una intención de ubicuidad que se ha vuelto excesivamente incómoda entre los escogidos por un líder que es solo sempiterno en los ritos cuartelarios. De allí también, por supuesto, las dificultades de la sociedad a la hora de descifrar el enigma.