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Resiliencia y fragilidad (II)

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La biografía oficial de Nassim Nicholas Taleb indica que su interés actual se centra «en las propiedades de aquellos sistemas que pueden lidiar con el desorden» a los cuales llama «antifrágiles». Ahora bien, para entender la antifragilidad necesitamos conocer dos conceptos: caos y fragilidad.

El caos se traduce en desorden y aleatoriedad: es la ausencia de relaciones causa-efecto entre los eventos observados y/o esperados. Dada tal circunstancia, resulta imposible conocer el futuro con razonable certeza. El problema radica en que, como seres humanos, y en consecuencia como organizaciones, estamos diseñados para la certeza.

Las personas y organizaciones frágiles sufren y se dañan con el caos. Estableciendo una analogía matemática, se dice que son cóncavos con relación al caos: mientras este aumenta, experimentan más pérdidas. Por el contrario, las personas y organizaciones antifrágiles son convexas: a medida que el caos aumenta, ganan más. La idea geométrica clásica de las funciones convexas es que el segmento que une dos puntos de su curva (misma que debe reunir ciertas propiedades especiales), está por encima de la curva en cuestión. En el caso de las funciones cóncavas, el segmento queda por debajo.

Por el trabajo de Rudolph Rummel (The Conflict Helix: Principles & Practices of Interpersonal, Social & International Conflict & Cooperation, 1991) conocemos que el conflicto se produce por la ruptura del equilibrio entre el balance de poder y la estructura de expectativas. El balance de poderes consiste en un equilibrio entre los intereses, capacidades y voluntades de los actores. La estructura de expectativas, por su parte, está caracterizada por todos aquellos acuerdos y contratos, tácitos y explícitos, entre los actores y sobre tales acuerdos se fundamenta la confianza y como consecuencia de esta surge la cooperación. En este sentido puede definirse una situación de orden social (paz) entre las partes como aquella estructura de expectativas que permite la cooperación.

También sabemos por el trabajo de Rudiger Dornbusch y Sebastian Edwards (The Macroeconomics of Populism, 1991) que una característica clásica de todo populismo es su vulnerabilidad a los shocks externos en virtud de que menosprecian su ocurrencia. En el caso del populismo chavista, hay una característica adicional: la corrupción paralela al Problema de Agencia que lo caracterizó desde siempre. Aquí, la definición que utilizo para corrupción es la de Transparencia Internacional, perfectamente congruente con el Problema de Agencia: el gobierno utiliza para su propio beneficio el poder que le fue encomendado por los ciudadanos. Por su parte, el Problema de Agencia o el problema entre el principal (los ciudadanos) y el agente (el gobierno) se refiere a las dificultades que se le presentan a los ciudadanos cuando contratamos, mediante elecciones, a un gobierno cuya conducta o comportamiento esperamos que sea el correcto, pero que, al mismo tiempo, no podemos supervisar de manera perfecta porque, entre otras miles de cosas, oculta información.

Otorgado el poder al gobierno, cuando hay divergencias entre lo esperado y lo observado, se acude a las reglas de juego y al árbitro para resolver el conflicto. Sin embargo, por el trabajo de Francisco J. Delgado (La Reconstrucción del Derecho Venezolano, 2012) conocemos cómo el chavismo destruyó el Estado de Derecho venezolano siempre para su propio beneficio. Entre otras cosas perfectamente comprobables: subordinaron el derecho a la política, sometieron y subordinaron el proceso legislativo a la política (la Asamblea Nacional en tiempos de Lara, Ameliach, Maduro, Flores, Soto Rojas y Cabello), implementaron normas contradictorias e incompatibles con la Constitución (Ley de Costos y Precios Justos que les permitió imprimir dinero para financiar lealtades sin preocuparse por la inflación y el sistema cambiario que les permitió otorgarse dólares baratos a total discreción) y cambiaron la jerarquía de bienes ocasionando divergencia entre los intereses de los ciudadanos y los intereses del grupete gobernante. Un ejemplo de este último punto lo tenemos en el default interno (aguda disminución de importaciones que produjeron escasez) para favorecer el pago de deuda externa y preservar la imagen internacional de la clase gobernante.

Así, la permanente destrucción del Estado de Derecho para apuntalar la corrupción con exacerbación del problema de agencia y los shocks externos de 2008 y 2014 con el derrumbe de los precios del crudo (el caos), fueron hechos que fueron desembocando, elección tras elección, en un mayor porcentaje de votantes a favor de la oposición hasta las elecciones parlamentarias de 2015, cuando la oposición ganó por fin, con 56,22% de los votos con una participación de 74,17% de la población inscrita como votante.

Las torpes –e inconstitucionales– sentencias 155, 156 y 378 del TSJ reforzando todavía más el problema de agencia del chavismo, han sido el penúltimo grano de arena que atenta contra su propia «Criticalidad Auto-Organizada» y han terminado de fragilizarlo a tal punto que, aún concretándose el fraude constituyente, no será posible la gobernabilidad: su poder está degradado (Moisés Naím dixit) y divorciado de la estructura de expectativas. No hay confianza y, por tanto, no habrá cooperación posible, a menos, claro, que Nicolás Maduro –y el grupete que gobierna– se aparten del poder.

La fragilidad depende de la certeza mientras que la antifragilidad está reñida con ella: el chavismo trató de garantizarse certeza para conservar y explotar el poder y tiene ya rato pagando el costo de hacerlo.

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