La semana pasada nos concentramos en demostrar como a lo largo de los años de la revolución bolivariana el gobierno venezolano se dio a la tarea de extinguir, por la fuerza, las buenas relaciones que habían sido la regla con Colombia a nivel de lo comercial, de las inversiones y de lo económico, una interacción que aunque había estado creciendo, no adolecía de la solidez necesaria para imperar ante los ataques de una izquierda trasnochada y sin brújula, como demostraron ser los gobiernos de Hugo Chávez y Nicolás Maduro.
En el terreno de lo político otras cosas, tan o más graves, ocurrieron concomitantemente. Al ánimo destructor de los dos mandatarios venezolanos de los tres últimos lustros, se vino a sumar, en los años más recientes, el proceso interno de paz de Colombia – así en minúsculas- protagonizado por un individuo a quien le importó más recabar apoyos de cualquier género, para avanzar en su particular gesta pacificadora, lo que lo llevaría a desencamar un honorario Premio Nobel de la Paz.
Para ello, echó mano de todo lo abyecto que podría ser el gobierno comunista de Venezuela en su contaminación con el tema guerrillero y con el del narco-negocio. En una primera instancia, el gobierno de Venezuela fue enamorada para que apoyara que el proceso de negociaciones con las FARC se celebrara en el asiento de su principal y más constante aliado, el gobierno de la Habana. ¿Cómo podían los Castro no colaborar con Venezuela en apoyar que la sede de las tratativas fuera La Habana? ¿Cómo negar tal cosa a su benefactor económico, sostén por entero de la economía cubana por más de una década? Un pedacito del Nobel recaería sobre ellos con este contubernio, pensarían con gran tino.
Venezuela, pues, consiguió para si un avance de gran calado a nivel de lo estratégico con esta triple alianza abotonada con Bogotá y el gobierno de Cuba. Se sentó, como acompañador del proceso de conversaciones, y a la calladita, terminó de fraguar, con la guerrilla de las FARC, la más perversa contaminación de Venezuela.
La continuidad histórica de la guerrilla les sería asegurada del lado venezolano de la frontera. En la medida en que los insurgentes se comprometían a detener sus operaciones en Colombia y a dejar las armas para ingresar en la vida política colombiana– lo que les garantizaba Juan Manuel Santos concomitantemente con la impunidad de los líderes criminales- el gobierno de Maduro les aseguraba dos importantes regalías: asentarse cómodamente en suelo venezolano – que no les sería adverso- y la permanencia del negocio del narcotráfico a través de la posibilidad de trasladar operaciones a este lado del Arauca con la complicidad de cuadros venezolanos que ya compartían confite con los carteles de la droga de otras latitudes. No me detengo a hacer el dibujo harto conocido por el mundo occidental de la forma en que el narcotráfico contaminó los estratos gubernamentales y militares venezolanos. Pregúntenle, si no, a la DEA norteamericana, para que conozcan su tentacular extensión en Venezuela.
Del lado oficial colombiano cerraron los ojos hábilmente para que esta caótica situación se perfeccionara. Mientras tanto, en Venezuela se perfeccionaba igualmente el total destrozo de la democracia, un tema que ya ha hecho crisis.
La oficialidad colombiana nunca dijo esta boca es mía mientras todo lo anterior se fue fraguando ante sus ojos y en desfavor de su vecino. Nicolás Maduro había heredado de Hugo Chávez el puesto del “nuevo mejor amigo” del Presidente Santos. Silencio era lo debido.
Pero las circunstancias y la Historia van poniendo las cosas en su lugar y han obligado, ya en las semanas recientes, al gobierno de Colombia a apoyar a quienes en el continente si se han decidido a cerrarle el paso al totalitarismo y la barbarie que tiene a nuestro país en el caos más total. Con desgano- porque la paz no lleva el rumbo que hubieran deseado- han comenzado a tomar distancia del gobierno de Caracas y a hacerse parte muy tímidamente de quienes saben que hay que jugársela por las libertades y la Democracia.
Así anda, pues, la binacionalidad por estos días: con un futuro incierto. Nunca nuestros vecinos más cercanos vecinos se encontrarán entre las filas de los protagonistas de estos temas. Pero tengo el sentimiento de que si lo hicieran, encontrarían los brazos de los venezolanos muy abiertos.
Ya para ese entonces, en el palacio de Nariño, estará sentado el sucesor de Juan Manuel Santos.