No cabe la menor duda de que el régimen se encuentra en fase terminal, y si aún sobrevive es a base de argucias; del terrorismo judicial que aplica desde los órganos tribunalicios que maneja a su antojo y capricho como hilos de marionetas; de la represión que ejecutan los entes policiales que le sirven de guardia pretoriana, y de los devaluados bolívares, ya pulverizados por la inflación –la mayor del mundo–, y que según especialistas, al ritmo que lleva, cerrará este año en aproximadamente 1.000%, a consecuencia de las torpes y erradas políticas aplicadas en materia económica.
También se aprovechan de los errores recurrentes de los operadores políticos de la oposición que, sin quererlo, le «han sacado las castañas del fuego» varias veces al gobierno, que no encuentra cómo quitarse de encima el calificativo de dictadura que le asigna la totalidad de los países democráticos del mundo, a excepción de contados casos, tales como Cuba, Corea del Norte, y otros de corte totalitario, que se podrían contar con una mano y sobrarían dedos.
La emergencia nacional es inocultable, al extremo de que los niveles de desnutrición verificados en varios estados dan pie para que se exija la intervención de la Cruz Roja Internacional. De fuentes acreditadas en esta materia sabemos que, por ejemplo, en la petrolera región zuliana la destrucción infantil sobrepasa 14%, mientras que en el vecino estado Miranda, las estadísticas indican que la alarma trepa a 13,4%. Se trata de casos verdaderamente insólitos. Esto acontece en un país de inmensas riquezas naturales, cuyos gobernantes hablan a diario del «hombre nuevo», pero con la desgracia de que ese ser novedoso promovido por la “revolución» es macilento, y por tal razón vemos en la Venezuela que vendió petróleo a más de 130 dólares por barril a miles de personas rebuscando las sobras de alimentos en las bolsas amontonadas en los basureros. Esta es la tragedia que se debe superar, y para lograrlo hay que salir de este régimen fallido.
Estos gobernantes fracasados, con su limitada visión, no prevén los derechos humanos en la nueva constitución nacional que ellos mismos presentaron como la panacea para sustituir a la actual. Resulta que ni los derechos a la comida, a la salud, y a la seguridad, o sea a la vida, son honrados, simplemente porque estas mafias se han robado los dineros del pueblo. La lista de estafas, negociados oscuros y atracos a los fondos públicos está a la orden de las oficinas «institucionales» que deberían realizar investigaciones y aplicar sanciones. Pero nada de eso va a concretarse mientras las mafias «se despachen y se den el vuelto» en a Fiscalía, en la Contraloría y en los juzgados, que son fichas que mueven, antojadizamente, en el tablero de sus casinos, los mismos negociantes beneficiados con esos contratos concebidos en roscas que manejan negocios que oscilan desde comida, gasolina, petróleo, plantas eléctricas, turbinas, medicamentos, carreteras, autopistas, ferrocarriles, metros, escuelas, computadores, equipos para centros de salud y hasta las cosas más inverosímiles que nos podamos suponer, según denuncian investigadores que han logrado acumular datos contenidos en expedientes que ya están en manos de despachos internacionales, que no son controlados por los agentes oficialistas.
Por estas razones el rechazo es general; el repudio retumba en todos los rincones del país, y bien se sabe que pasaron estos 17 meses, después de las elecciones parlamentarias, en las cuales el pueblo votó para sacarlos del poder, y solo a fuerza de maniobras para sortear la realización de un referéndum revocatorio y de las elecciones regionales el pasado diciembre, siguen montados sobre las ruinas de un país con una población desesperada por librarse de estas tribulaciones.
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