COLUMNISTA

Reflexiones de un escuálido

por Emiro Rotundo Paúl Emiro Rotundo Paúl

Con un intervalo de 20 años, este artículo vincula reflexiones sobre dos momentos del proceso político venezolano, el primero sobre los sucesos del 11 de abril de 2002 (en adelante 11A) y el segundo relativo al momento actual.

11A: Entre las terribles imágenes proyectadas por televisión de lo ocurrido ese día, gente corriendo y gritando, figuras moviéndose fantasmagóricamente entre nubes de gas lacrimógeno, banderas rasgadas y caídas, disparos, sangre y cuerpos tirados en el suelo, conservo también la visión conmovedora de una joven humilde de una barriada caraqueña que muy adolorida y con voz quebrada decía más o menos lo siguiente: nos quisieron arrebatar nuestra revolución, nuestra esperanza de una patria bonita, sin injusticias ni desigualdades. No los vamos a perdonar nunca.

Esa muchacha exhibe una de las muchas caras laceradas del drama nacional. El rostro compungido de la joven es la prefiguración de lo que habrá de ocurrir, tarde o temprano, cuando los seguidores más genuinos del presidente Chávez, los más pobres, perciban el fracaso ya evidente de la revolución bonita. La actitud de esa joven expresa la confusión de quienes de buena fe creen en Chávez sin entender bien lo que está ocurriendo. Piensan ingenuamente que el presidente lo está haciendo bien, pero que un grupo minoritario de egoístas (escuálidos y oligarcas), en defensa de sus mezquinos intereses, le cierran el paso y le impiden realizar el sueño hermoso de la revolución. Ese es el cuento que Chávez les ha contado a lo largo de tres años en sus ilimitadas y constantes peroratas transmitidas en cadena nacional.

Tan dramática es la imagen de esa desolada joven como la de los cuerpos abatidos el 11A. Ambas son fruto de una misma causa: la inopinada aplicación de la fantasía revolucionaria chavista copiada de la revolución cubana, no sometida a consideración alguna, no explicitada y pasada de contrabando en las elecciones presidenciales de 1998 y 1999. La idea de la revolución democrática y pacífica fue anunciada posteriormente, nunca fue mencionada en la campaña electoral. Ha sido siempre una quimera. La transformación de un país con tanta pobreza y con tantos vicios heredados del pasado es una tarea que exige la participación de todos y requiere eficiencia, tolerancia, perseverancia, moralidad, credibilidad y confianza de quienes la dirijan, un bagaje intelectual y ético que no vemos en Chávez ni en su equipo.

Superar la pobreza no es labor que pueda realizar un partido o grupo político, aun contando con apoyo popular mayoritario. Sin la participación de la Iglesia, los empresarios, los sindicatos, las universidades, los profesionales y técnicos, los medios de comunicación y la clase media, esa tarea no es posible. Infamar a esos sectores porque no aceptan la revolución y enfrentarlos al pueblo, como lo ha hecho Chávez, es, como dijo alguien, “más que un crimen, un error”.

Chávez, con su típica puerilidad, nos ha llevado al borde de la guerra civil. Los integrantes más responsables y aptos de su equipo deberían usar su influencia para evitar que los sectores más obtusos del chavismo sigan conduciendo ese proceso nocivo sin posibilidades de éxito. Así mismo, la consigna “prohibido olvidar” debe aplicarse, no solo a quienes murieron el 11A, sino también a quienes perdieron o están muy próximos a perder las ilusiones revolucionarias. Ellos son la mayor parte de la nación y los que sufrirán más agudamente las consecuencias del fracaso.

Hoy: han pasado 20 años de esas primeras reflexiones y algunas predicciones se han cumplido, pero el chavismo sigue su rumbo destructor. Chávez ya no existe y la revolución bonita tampoco, el régimen perdió el apoyo popular, la industria petrolera, motor histórico de nuestro desarrollo, está arruinada y un número de compatriotas equivalente a toda la población venezolana de 1961 (7.523.998) ha abandonado el país. Aún no se vislumbra una salida. Las elecciones presidenciales de 2024, que pudieran producir esa salida, están en la penumbra, el régimen se hace el desentendido, juega con el desconcierto general, esparce rumores desalentadores y espera el momento propicio para dar el zarpazo electoral acostumbrado. La dirigencia opositora sigue desunida y sin concierto, la gente está desorientada, no hay diálogo, no hay información, los dirigentes de oposición están fuera o inhabilitados, los que siguen en el país están silenciados y los que aparecen en los medios de comunicación, con aval del régimen, representan una minúscula parte de la nación.

Nunca, a excepción de los primeros años de la Guerra de Independencia, había habido en el país tanta confusión, tanto desconcierto y tanta falta de liderazgo. En las dictaduras de Gómez y de Pérez Jiménez surgió un grupo de dirigentes democráticos que ganaron el apoyo popular y eso permitió superar con éxito la situación. Hoy no tenemos esa providencia y por ello el proceso ha sido tan largo y doloroso. Cabe preguntar por qué ocurre semejante cosa, por qué los cuarenta años de democracia que precedieron al chavismo no fueron capaces de reemplazar a esos dirigentes ya desaparecidos. Algo en nuestra cultura, en nuestra sociedad, en nuestra idiosincrasia, ha sufrido un daño severo que impide el surgimiento de los líderes que necesitamos. Este fenómeno es digno de una buena investigación.