En el año 1974 los partidos políticos acordaron elegir al poeta y jurista José Ramón Medina como fiscal general de la República. De acuerdo con la práctica política basada en el Pacto de Puntofijo, el fiscal era postulado por la oposición y el Congreso lo elegía por consenso. En este caso, la postulación la encabezó Jóvito Villalba.
El nuevo fiscal gozaba de un enorme prestigio intelectual y moral. La lista de méritos del poeta Medina era larga. Fue premio Nacional de Literatura, presidente de la Sala de Casación Penal de la Corte Suprema de Justicia, magistrado del Consejo de la Judicatura, senador (1964-1969), fundador de la Biblioteca Ayacucho, secretario de la Universidad Central de Venezuela y profesor en las escuelas de Derecho, Comunicación Social y Economía de la UCV y director de El Nacional. Todos estos méritos tuvieron peso para lograr el necesario consenso alrededor a su persona.
La relación entre la literatura y el derecho encuentra un buen ejemplo en el profesor José Ramón Medina. Hace unos años lo invité a dictar una clase sobre el tema en la Universidad Católica Andrés Bello, gracias a la colaboración de su nieto, José Ramón Medina Cervoni, quien era mi alumno. El poeta hizo una exposición en la cual destacó la importancia de la literatura para los abogados. La lectura de poesía y narrativa clásica, decía, contribuyen a desarrollar la capacidad interpretativa y el sentido de justicia de los abogados.
Pero el fiscal Medina no solo era un hombre de letras y un jurista, también era un hombre de acción que asumía posiciones firmes y las defendía vigorosamente y con inteligencia. Así ocurrió cuando se enteró, en el año 1976, de que Jorge Rodriguez, preso en las mazmorras de la policía política de la época (Disip), se habría “suicidado”. Ante lo sospechoso de ese “suicidio” y, en vista de las denuncias de torturas, el fiscal inició un proceso penal objetivo para esclarecer lo ocurrido.
Los distintos sectores del país apoyaron al fiscal general en su investigación. El diario El Nacional desarrolló una enérgica campaña de denuncias. El presidente Carlos Andrés Pérez brindó su apoyo al poeta Medina, pese a las declaraciones del ministro del Interior Octavio Lepage, quien había dicho que Rodríguez se había suicidado. Los resultados no se hicieron esperar: los responsables del asesinato fueron enjuiciados y sentenciados. Asimismo, el fiscal demostró su independencia del Ejecutivo; y el ministro Lepage tuvo que retractarse. De esa manera no fue posible encubrir responsabilidades.
En la época de la democracia la impunidad estructural no era la regla sino la excepción, como se evidencia del caso enjuiciado por el fiscal Medina. (Lo mismo puede decirse cuando se desmanteló el llamado grupo “GATO”, integrado por funcionarios policiales, como consecuencia del asesinato del abogado Ramón Carmona).
Cuando un detenido fallece al estar bajo custodia del Estado, debe acometerse una investigación imparcial. En este sentido, existen protocolos internacionales, como el Protocolo de Minnesota que señala el método a seguir cuando ocurre la muerte presuntamente imputable a funcionarios del Estado. Este protocolo es recomendado por el alto comisionado de las Naciones Unidas para investigar crímenes de lesa humanidad. Con el procedimiento señalado se pretende una investigación independiente e imparcial de aquellos funcionarios que pudieran tener interés en las resultas de la investigación.
Las academias nacionales, ante la muerte de Fernando Albán, en un comunicado, pidieron “la constitución de una comisión internacional de expertos independientes con el apoyo del sistema de derechos humanos de la ONU y de la OEA, como ha sucedido en otros países latinoamericanos, a fin de que realice una investigación imparcial sobre los hechos ocurridos”. Una averiguación de este tipo le conviene al gobierno y a Venezuela.
Venezuela, hoy dividida entre perseguidores y perseguidos, debe recordar a un republicano comprometido con la defensa de la justicia y los derechos humanos, como lo fue el fiscal José Ramón Medina.