Advertencia: este artículo fue escrito y publicado originalmente el 27 de febrero de 2000, en ocasión de cumplirse otro aniversario más del llamado Caracazo. Fue dedicado a los columnistas de opinión que ensalzaron las hamponiles jornadas motinescas de muerte, saqueo y destrucción, anticipo preparatorio del golpe de Estado del 4 de febrero de 1992 y de la Venezuela chavista que ha derivado en el espanto de esta crisis humanitaria.
Llegué a Maiquetía la madrugada del último lunes de junio de 1977. Desde entonces fueron tantas las imágenes y tantos los recuerdos, que apenas caben en el puño de un naturalizado. Tanto amé la cálida humedad, el bonche que reventaba en los cuatro extremos de Caracas –estaba de modo “Usted abusó” de Celia Cruz con Willie Colón– que apenas cumplí los diez años de reglamento inicié los trámites de naturalización.
Venía desde Alemania a un Congreso Latinoamericano de Filosofía, cuyoanfritrión era el Dr. Mayz Vallenilla. Primer recuerdo: al llegar, el plácido Caribe de La Guaira se veía cubierto de barcos y más barcos mercantes cargados de motores fuera borda, bisutería europea y botellas de whisky para el consumo navideño: 6 millones de botellas, del escocés. Pensé para mis adentros: no existe en el mundo subdesarrollado élite de 6.000.000 de personas. Ergo: en Venezuela se bebe whisky y lo demás es cuento.
Era cuando el primer gobierno de Carlos Andrés Pérez. Por entonces el desplazamiento presidencial acarreaba operativos bélicos inusitados, herencia de Machurucuto y la guerra de guerrillas. El Hilton, al que llegamos los invitados al congreso, se veía tomado por guardias de élite y cada esquina, a varias cuadras a la redonda, estaba bajo el control de un pequeño destacamento de soldados en uniforme de campaña, con radios portálites al hombro y ametralladoras pesadas en bandolera. Un mini Hanoi hollywoodense. Todo ello porque el presidente visitaría el Gran Salón para participar en la inauguración de un congreso de filosofía.
El mismo día del congreso viví dos experiencias inolvidables. Me correspondió ser el primer ponente. Estábamos en la sala de conciertos del Aula Magna y cuando al finalizar mi exposición bajé del podio se me acercó el Dr. Núñez Tenorio, entonces director de la Escuela de Filosofía de la UCV, a quien conocí en ese instante, y me invitó a dictar un seminario sobre el tema de mi disertación –el concepto de sociedad civil y el poder en Gramsci – durante el próximo semestre en el posgrado de Filosofía de la UCV. Para quien llevaba años tratando de obtener un trabajo que lo alejara de Alemania fue una oferta sorprendente y asbolutamente inesperada que me demostró encontrarme en uno de los países más generosos y espléndidos del mundo.
La segunda experiencia inesperada siguió poco después. Fuimos recibidos por el Dr. Mayz Vallenila, quien por entonces además de anfitrión del congreso era rector de la Universidad Simón Bolívar, en su casa de Tusmare. Juro no haber visto en mi vida festín tan pantagruélico como el de aquella noche en las alturas de Caracas. Sobre un largo mesón yacían bandejas de plata cubiertas de salmón canadiense, caviar iraní, enormes quesos camembert que yo no había visto ni siquiera en mis correrías por los mercaditos de París, pavos horneados, perniles crujientes y dorados y obviamente vino y champán francés. Podría apostar que ninguno de los profesores de filosofía extranjeros invitados jamás había tenido ocasión de tamaña dispensa. E imagino que más de alguno de nosotros, exiliado de países pobres con académicos de sueldos de hambre, se habrá empachado de solo pensar en sentarse a esa mesa. Venezuela, qué duda cabía, era un país rico en el que hasta los filósofos, de suyo tan pobres y ascéticos, podían festejar congresos con caviar iraní y champán francés.
Solo al terminar el congreso, una semana después, reparé en las dos características más destacadas de la ciudad. Caracas era una suerte de anfiteatro, con un maravilloso escenario de pistas de aterrizaje, dos campos de golf, varios centros comerciales y miles y miles de lucecitas repartidas por los cerros circundantes que al amanecer desvelaban su verdadera naturaleza: villas miserias, fabelas, ranchos paupérrimos, poblaciones callampas. Y la segunda: Caracas parecía ser no solo una ciudad sitiada, sino una ciudad ferozmente enrejada. Cada ventana y cada puerta de cada casa y cada departamento, por modestos que fueran, estaban cerradas a hierro y doble cerrojo. Desde entonces se me ocurrió pensar que los caraqueños se dividían en dos grandes clases sociales: los con reja y los sin reja, los que tenían algo que perder y temían por ello y los que, sin tener nada, aparentaban amenazar con querer arrebatarles a los primeros aquello que tanto protegían.
Todo esto suena a maniqueismo. La realidad es siempre más compleja de lo que nos parece a primera vista. Y más de veinte años de venezolanidad –ya son cuarenta– me han enseñado que, en efecto, la cosa no es tan simple. Pero para alguien que había vivido en varios países latinoamericanos y europeos no dejaba de ser asombroso constatar en un hecho tan brutal como el enjaulamiento de la vida privada que algo muy espeso se cocinaba no en tal o cual élite política, no en este o aquel sector empresarial, sino en la ciudad y auizás si en el país entero, capaz de dividirse en dos mitades de manera tan diáfana y expresiva: los con rejas y los sin rejas.
Temí desde aquella llegada, que fue un amor a primera vista, que ante los menores avatares petroleros y los mayores descuidos de los con rejas, los sin reja caerían cual jauría a disfrutar de esa bisutería, de esos motor homes, de esas motos de alta cilindrada, de ese salmón ahumado, de ese caviar iraní y de ese champán francés que parecían asunto de cuentos de hadas, así fuera en la forma plebeya de una caja de cerveza Polar, un saco de harina precocida, cuartos de reses enteras, algo de televisores y VHS, neveras, cocinas y lo que pudiera ser saqueado y soportado a las espaldas.
Lo temido sucedió, en efecto, como todos lo sabemos, un 27 de febrero de hace 10 años. Ya de antes, desde el viernes negro, la ciudad, casi como dice el tango, se había ido poniendo “fané y descangayada”. Por fortuna aumentó la producción de salmón y se abarataron sus precios, pero el caviar, el vino y el champán francés desaparecieron de los festines académicos, los motorhomes se arruinaron en terrenos baldíos, los betamax pasaron de moda, los salarios se encogieroncono los años sabáticos y esas magníficas tortas de camembert quedaron en la crónica del recuerdo de ese último congreso de filosofía.
Una cierta tradición historiográfica nacional y ciertos confusos intereses políticos pretenden reivindicar hechos tan bochornosos como los sucedidos en ese aciago 27 de febrero, casi tan nefastos como los protagonizados cinco años después en fecha parecida. Para lograr elevar a duelo nacional herida tan fea y tan llagada, es preciso desalojar de la conciencia nuestras propias rejas mentales y achacarle la culpa al otro, ojalá fácilmente localizable, aislable, vituperable. Ojalá a los políticos del establecimiento, cabezas de turco a la medida de las circunstancias, especialmente al gobernante de entonces, CAP, que todavía no terminaba por quitarse la faja presidencial recién recibida. Para mí, escéptico de tanta fanfarria maniquea, el problema yacía en esos venezolanos que bailaban dichosos al son de «Usted abusó» cada fin de semana en cada urbanización de cada ciudad del país, de viernes a domingo, sin darle tregua al disfrute que permitía el único producto barato y a disposición de todos por entonces, el dólar americano. Yacía en un estilo de vida que obligaba a enrejar las puertas y las ventanas para no ver interrumpido el sueño del consumismo ta’ barato con algún asalto sangriento de los marginados al festín. Yacía en una oscura complicidad de los con reja y de los sin reja con un sistema político que prefería promover el enrejado y la guaracha antes que mirarse en el espejo y decir basta. Yacía, por útimo en una desmemoria que ha pretendido vivir el día a día como bastarda herencia cultural ya casi genética.
Es claro que esta última visión no es grata. Como todo lo que ha comenzado a ocurrir en Venezuela desde la irrupción del golpismo. En ella aparece de protgonista prncipal cualquier venezolano Ud. o yo, querido lector– como corresponsables por un estado de cosas tan lamentable que augura lo peor. Pero esta visión del espejo es esencial para poner coto y atajo a tanto fariseismo, a tnto maniqueismo que ha querido embalsamar el período más rico y productivo de la historia del país, prácticamente sacado de la nada gracias al Pacto de Puntofijo, tratado como si se tratara de un latrocinio. En estos “cuarenta años de democracia”, como gustan decir los pescadores en río revuelto, Venezuela pasó de aldea a País, de villorrioma ciudad, de alpargata a calzado, de analfabetismo a Universidad, de vela a electrificación. Tal vez demasiado cambio en tan poco tiempo. Faltó lo esencial: una cultura de la modernidad, un cultura del esfuerzo y del trabajo, una cultura del ahorro, una cultura de la civilidad. En el avasallante progreso en que entramos, financiados por tamaños ingresos petroleros, su cultura continuó siendo esencialmente recolectora, azadora, improductiva. Es cierto:no andábamos recogiendo frutos o cazando cachicamos, pero ahí estuvimos importando espejuelos a cambio del oro negro que brotaba y llenaba las arcas fiscales gracias al esfuerzo de unos pocos miles de venezolanos. Los cientos de barcos surtos en La Guaira aquel lunes de juniode hace cinco lustros correspondían a una imagen colonial, rentista, ociosa, abusiva y servil, como de novela de Joseph Conrad. Que yo sepa, nadie protestó entonces, salvo una media docena de extraños iouminados predicantes. El resto, es decir, el país todo, guardó silencio o prefirió gozar al son de “Ud. abusó, sacó provecho de mí, abusó…” I could tell you…but let it be- le dice Hamlet a Horacio.
Despertado de esos sabrosos años de guaracha y dólar a 4,30 es lógico que falten explicaciones al ratón que nos abruma desde aquel infausto viernes negro. Y que busquemos al culpable de habernos aguado la rumba. En esos estados de semi consciencia se tiende a llamar a la autoridad para que nos conduzca sanos y salvos de regreso a casa. Y mal del pulso, pedirle que tome llas llaves y se encargue del estropicio. Algo de eso estamos viviendo. Entre tanto, y a falta de mayor solidaridad, se escribem variadas interpretaciones del 27 de febrero, pero no quitamos las rejas. ¿También Ud. querido lector está seguro de haber trancado la suya y haber pasado el cerrojo? Sólo Dios sabe qué nos espera.