Esta demás decir que en Venezuela, sin importar la tendencia política que se milite, existe una situación estructural de deficiencia de los servicios públicos, que tienen su punto culminante en la crisis eléctrica, pero que tienen relación con todos los demás como el transporte público, las telecomunicaciones, los sistemas de salud y educación a todos las escalas, entre muchos otros temas mas allá de la infraestructura.
En pleno siglo XXI existe cualquier cantidad de indicadores de calidad, prácticamente, en todos los sectores que se utilizan para mensurar la calidad de las instituciones de todos los tipos y que permiten establecer con suficiente precisión la distancia existente entre los promedios de calidad en ámbitos internacionales y la calidad de los servicios existente en Venezuela.
En este sentido, una política de reconstrucción nacional debe responder a parámetros científicos en el área administrativa para evitar los males del pasado en cuanto a corrupción e ineficiencia en la construcción de obras públicas y prestación de servicio esenciales.
El megaapagón ocurrido entre los días jueves 7 y martes 12 de marzo ha puesto en el tapete uno de los temas más urgentes, pero a su vez más difíciles de tratar ante la opinión publica nacional, debido a una serie de acondicionamientos culturales referentes a la condiciones de gratuidad y muy especialmente el control absoluto de los servicios públicos como propiedad del Estado venezolano.
En la cultura política venezolana existe un terror atávico muy acentuado a la participación del sector privado en la gestión de los servicios públicos, que se explica por la gran capacidad financiera de un Estado con grandes ingresos petroleros, que le permitió, a su vez, crear centenares o miles de empresas publicas, según la metodología que se considere, en todos los campos sociales y económicos, desde pequeñas fundaciones municipales hasta grandes corporaciones nacionales como la CVG o Pdvsa.
Este horror al sector privado fue convenientemente manipulado por la necesidad de alimentar e incrementar los grandes contingentes de militantes de los partidos políticos, que hicieron del clientelismo politico una forma de amarrar votos y que se disparó en los años 90 del siglo pasado, con la elección directa de alcaldes y gobernadores que, con honrosas excepciones, dieron demostraciones contundentes de políticas públicas de calidad que pudiesen justificar la creación de institutos autónomos y contratación de personal, siendo el sector salud, en Aragua, y los sectores puerto y deporte, en Carabobo, ejemplos claro de esta situación.
Igualmente, la propaganda desmedida con la que se ha atacado a las privatizaciones en la época del segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez ha contribuido a fomentar esta idea nefasta de que los empresarios no deben gestionar servicios públicos, por lo cual el divorcio tradicional entre el sector privado y público en Venezuela se ha llevado a niveles inimaginables, dada la creación de las empresas de propiedad social de diversos tipos, que se han multiplicado a lo largo y ancho de la geografía nacional.
Estos planteamientos, de la propiedad de miles de empresas arruinadas, son importantes porque cualquier intento de reconstrucción de los servicios públicos estaría condenado al desastre, sino arranca desde el principio con la privatización de muchas empresas públicas que deberán fusionarse, incluso, para lograr la supervivencia de sus plantillas laborales, y la correcta utilización de sus instalaciones físicas y sus equipos de producción o prestación de servicios.
Está en la conciencia y la cultura del lector la profundidad de esta política de privatización de empresas públicas que, repito, es el mayor desafío político y cultural de cualquier intento de reconstrucción de la sociedad y la economía venezolana.
El segundo mayor problema de la resolución de la problemática de los servicios públicos es, sin duda, la cultura de gratuidad que varía en cada uno de los servicios públicos de acuerdo con parámetros culturales de subsidios a dichos sectores.
La idea de que la salud, la educación, el transporte, la electricidad, el agua son servicios vitales, son conceptos que nadie discute en el siglo XXI, pero que dichos servicios tienen elevados costos operativos son también una realidad inocultable que ha sido superada por la realidad actual:
- No puede ser que el ministro de Salud no sepa que en muchos servicios médicos hay que comprar los insumos necesarios para las operaciones, hay que hacerse los exámenes clínicos en laboratorios privados e incluso que hay que donar utensilios y productos de limpieza, siendo esta situación una privatización parcial que no perdona a quienes tienen seguros médicos del Estado.
- No puede ser que el ministro de Electricidad no conozca del colapso del sistema de pago de Corpoelec y que millones de hogares funcionan sin pagar el más mínimo pago por dicho servicios, por lo cual no es extraño que se esté llegando al caso de que las comunidades deben comprar los transformadores para que los técnicos los instalen.
- No puede ser que el ministro de Aguas y Ecosocialismo no conozca las denuncias existentes en todo el país relacionadas con la calidad del agua potable y la anarquía en el mundo de las empresas que embotellan agua potable y que se han generalizado a través del llenado de botellones sin el control sanitario en muchos casos.
- No puede ser que el ministro de Transporte no diga nada ante la desarticulación de la flota de transporte de autobuses en márgenes de 70%, e incluso superior en muchos sectores, situación que amenaza con incrementarse a márgenes casi absolutos en un futuro cercano.
- No puede ser que el ministro de Educación ignore las carencias de insumos de limpieza, así como las necesidades de mantenimiento de miles de escuelas, mientras otros sectores de la administración pública dedican recursos a actividades menos prioritarias.
Los conceptos de eficiencia y cobertura universal de la población son conceptos que no se contraponen o son contradictorios, pues se trata de luchar por establecer nuevos estándares legales y morales para construir una verdadera sociedad desarrollada del siglo XXI.