Los socialistas saben mucho del poder que tienen las palabras en la configuración de los hechos, pues a decir verdad estos no son más que las aseveraciones que hacemos de algo y que son aceptadas intersubjetivamente (en castellano: aceptadas por la mayoría). De esta manera, podemos decir que es un hecho indudable que Bolívar era caraqueño, o que el sol sale todos los días, pero empezamos a tener problemas cuando afirmamos, por ejemplo, que la política económica del gobierno es una política hambreadora, porque todavía habrá algún iluso por allí que romperá el consenso hablándonos de una ficticia guerra económica. Igual podríamos decir de la intervención de Rodríguez Zapatero en nuestros asuntos internos, pues, aunque parece ser un hecho innegable que este señor es un imbécil –al decir del secretario general de la OEA–, deja de ser un hecho incuestionable cuando todavía hay algunos, en ambos lados del Atlántico, que confían en su buena fe. Los socialistas –o aquellos que finisecularmente todavía se autodenominan “de izquierdas”–, sabedores de la influencia del lenguaje en nuestra realidad, se califican ellos mismos de “progresistas”, y, conocedores también de la mala fama de Mussolini y sus secuaces, a todo el que esté en el bando contrario lo tildan de “fascista”, cuando son ellos los que ocultos tras una supuesta igualdad revolucionaria despliegan una violencia digna de los que marcharon a Roma en el 22.
La violencia política –si se le puede calificar como tal– ha llegado en estos días a límites intolerables, a términos dolorosamente insufribles. Así, después de lo que le sucedió al compañero Albán, la paliza propinada recientemente a María Corina Machado y las desgarradoras declaraciones de Lorent Saleh al diario El Mundo de España, se nos hace muy difícil continuar elaborando escritos sutiles y gaseosos. Las necesarias abstracciones que hacemos en este espacio para comprender la esencia de un mundo que se nos escapa entre las manos, tienen que ser aparcadas hoy para enfrentar una vez más la inmediatez ramplona, la realidad prosaica que nos acogota, procedente de unos individuos que nos cuesta llamar nuestros semejantes; unos seres que se asemejan más bien a bestias salvajes, sin ningún tipo de control moral ni signo civilizatorio. La sempiterna maldad –banal o no–, se ha disfrazado por muchos años en nuestro país de solidaridad y camaradería marxista, para torturar y aniquilar a quien se le oponga. Primero se encarnó en el verbo engañoso de un guerrero cafre e ignorante, y hoy la padecemos por parte de sus envalentonados sucesores.
Cuando se inició todo esto con el alzamiento contra CAP, una periodista cuyo nombre no quiero repetir hoy, habló de “la rebelión de los ángeles”, para referirse a los sediciosos golpistas, yo, sin embargo, me quedo con lo dicho por Aristóteles, quien afirmaba que aquellos que son insociables, o que no pueden vivir en sociedad, son dioses o bestias. Y dioses sabemos que no son.
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