Los venezolanos vivimos horas de angustia, de indignación, de impaciencia. La tragedia nos arropa cada día y la dictadura pretende continuar aferrada a los espacios del poder, impidiendo a la nación levantarse sobre las ruinas por ellos causadas, para reconstruir nuestra vida de pueblo moderno, alegre y abierto a la humanidad.
Los tiempos de la diplomacia y de la agenda internacional son distintos a los tiempos de una nación castigada hasta la saciedad por una camarilla de facinerosos que se hicieron del poder, ejerciéndolo de tal forma que han violado los más elementales principios de la ética, la política y el derecho.
Leer el pasado fin de semana al director del departamento de América Latina del Ministerio de Exteriores de Rusia, Alexander Schetinin, expresar que “las intenciones de Estados Unidos de aplicar nuevas sanciones a Venezuela no ayuda en nada a que esta nación suramericana pueda mejorar su situación económica y social actual”, constituye un argumento insostenible por su total falsedad.
Las sanciones contra el gobierno como tal comenzaron a partir de enero del presente año. Ya para entonces la destrucción de la economía y el saqueo de las finanzas públicas se había consumado. También para esa fecha se había producido la más dramática migración conocida en América Latina. Más de 3 millones de venezolanos habían abandonado el país para poder ganar decentemente el pan de cada día, o protegerse de la violencia promovida y desatada por la dictadura.
Las sanciones producidas con anterioridad no afectaban al país. Afectaban a los jefes políticos y militares del régimen, cuyas cuantiosas fortunas llevaron al primer mundo, dejando a toda una sociedad postrada en la miseria. De modo que no son las sanciones las que no permiten a nuestra nación “mejorar su situación económica y social”. Es el régimen y su modelo el que no ayuda, el que ha causado esta tragedia.
En enero era clara y ostensible la inviabilidad del socialismo del siglo XXI. Estaba consumado el fraude a la Constitución y al pueblo con el desconocimiento a la legítima Asamblea Nacional, la confiscación del referéndum revocatorio, el establecimiento de la asamblea constituyente y la emboscada electoral del 20 de mayo anterior.
Ya no podía existir duda para nadie, dentro y fuera del país, de la existencia de un régimen usurpador.
Por eso la comunidad internacional asumió mayoritariamente el desconocimiento de Maduro como presidente, y el reconocimiento al legal y legítimo presidente, el diputado Juan Guaidó.
La OEA así lo ha reconocido, declarado y asumido. La incorporación como embajador de Venezuela, en el seno de la organización continental, de nuestro amigo el doctor Gustavo Tarre Briceño así lo corrobora.
Maduro desconoce todo ese orden jurídico y político continental y pretende continuar destruyendo al país desde el Palacio de Miraflores.
Para ello se aferra al llamado Grupo de Contacto, al que apela para que le armen una nueva mesa de diálogo con la oposición, como si todas las burlas realizadas a los interlocutores de la sociedad democrática no hubiese sido suficientemente prueba de su falta de seriedad y compromiso con el país, como lo expresó en misiva privada el propio pontífice Francisco.
El Grupo de Contacto tiene la presencia perniciosa de gobiernos cuyo compromiso con la dictadura chavista es más que evidente. Buscan ofrecerle un oxígeno a un régimen que no solo lo merece, sino que no tiene ninguna voluntad real de conseguir una solución política a la tragedia, que solo busca ganar tiempo para asestarle un nuevo golpe a nuestra ciudadanía, harta de sus engaños y de sus mentiras.
El verdadero objetivo de Maduro con el nuevo llamado al diálogo, a través del Grupo de Contacto, es desmovilizar a la comunidad nacional e internacional, que activamente le estamos exigiendo el cese de la usurpación, es decir, su retiro inmediato de los espacios del poder, ya que como gobierno no está en capacidad de ofrecer ninguna solución a la agravada situación que padecemos los ciudadanos.
Así lo han entendido la mayoría de las naciones democráticas del mundo. Por ello es inaceptable que surjan algunas voces aisladas llamando a atender el desesperado clamor madurista de instalar una nueva mesa de diálogo.
Ciertamente nuestra impaciencia de pueblo está totalmente justificada. Ya nuestro pueblo en general, y los demócratas en particular, hemos agotado todos los recursos posibles para conseguir una solución política y electoral a la tragedia. Y la dictadura nos ha demostrado una y otra vez que no le importa burlar esa voluntad. Lo gritan a los cuatro vientos: “o está patria es nuestra, o no es de nadie”.
Es decir o son ellos, los de la camarilla roja, los que gobiernan, o de lo contrario prefieren llevarnos a la violencia.
Hay entonces razones para tener impaciencia. Para exigir la salida inmediata del usurpador.
Proponer una tregua, buscar darle tiempo a la camarilla, como lo piden México y Uruguay y uno que otro colaborador de la dictadura, disfrazado con el traje de opositor, constituye una traición a la democracia, y a un pueblo que sufre severamente cada día que Maduro se mantiene en Miraflores.