El viernes 25 de agosto, el gobierno de Estados Unidos impuso sanciones financieras a Venezuela que limitan la posibilidad de que el gobierno de Nicolás Maduro y su petrolera nacional, Pdvsa, emitan nueva deuda en los mercados de capital estadounidenses. Las sanciones se impusieron en respuesta a la elección inconstitucional y fraudulenta, organizada por el gobierno, de una asamblea constituyente, y al cierre de facto de la Asamblea Nacional, que había sido elegida de manera constitucional con amplia mayoría opositora.
Si los mercados financieros funcionasen bien, hace mucho tiempo que el acceso a los mercados financieros por parte del régimen de Maduro se habría cerrado. El hecho de que esto no haya ocurrido no solo ha golpeado los sentimientos morales de muchos, sino que también ha revelado la existencia de un defecto fundamental en la arquitectura institucional de los mercados de deuda soberana. Pocas cosas buenas saldrán de la catástrofe económica de Venezuela, sin embargo, una consecuencia positiva podría ser una reforma que ponga a dichos mercados en un pie financiero –y moral– más sólido.
Toda deuda entraña el compromiso por parte del prestatario de repagar lo que ha recibido, con interés. En el caso de deuda pública, el principio de pacta sunt servanda implica que los gobiernos futuros tienen la obligación de respetar los compromisos adquiridos por sus antecesores. No obstante, como en 1927 lo sostuvo Alexander Sack, este no debería ser siempre el caso para los gobiernos posteriores: «Cuando un régimen despótico contrae una deuda no en pos de las necesidades o de los intereses del Estado, sino para fortalecerse a sí mismo, reprimir una insurrección popular, etc., esta deuda es odiosa para la ciudadanía de todo el Estado».
De acuerdo con esta doctrina, las deudas contraídas por regímenes «odiosos» no deberían ser exigibles, puesto que el acreedor debería haber sabido que ellas no fueron contraídas con el consentimiento de la ciudadanía, y tampoco para su beneficio. Según lo expresa Sack: «Estas deudas no obligan a la nación; son deudas de un régimen, deudas personales contraídas por el gobernante, y, en consecuencia, desaparecen al desaparecer el régimen».
La idea de la odiosidad de la deuda fue revivida en un importante artículo de 2006 escrito por Seema Jayachandran y Michael Kremer, como también en un informe de 2010 emitido por el Center for Global Development (CGD), que proponen que las sanciones económicas incluyan un mecanismo dirigido a evitar la acumulación de deudas odiosas. Dicho mecanismo consistiría en una declaración de que la deuda emitida por un gobierno en particular debe ser considerada odiosa. En efecto, esto es lo que acaba de hacer el gobierno de Trump.
Una declaración como esta reduce el flujo de fondos a regímenes odiosos debido al riesgo de que gobiernos posteriores desconozcan las deudas de sus antecesores sin incurrir en costos judiciales ni de reputación (ya que los tribunales de justicia de los países participantes no exigirán el cumplimiento de contratos de deuda).
El informe del CGD propone que un régimen debe ser considerado odioso si viola los derechos humanos de la ciudadanía, emplea fuerza militar, comete fraude electoral, y gestiona mal o malversa fondos públicos.
Es indudable que el régimen venezolano ha perpetrado todos estos actos, lo que lo convierte en el ejemplo modelo de la odiosidad. Pero no los perpetró todos al mismo tiempo: el saqueo de la riqueza de Venezuela, la descarada violación de los derechos humanos, y la inconstitucionalidad de sus decisiones no comenzaron con la elección de la nueva asamblea constituyente del 30 de julio de este año. Ha sido un proceso lento, que comenzó hace muchos años.
Por ejemplo, es difícil argüir que la destrucción de la industria petrolera de Venezuela, que ha perdido casi la mitad de su participación en el mercado mundial desde que el presidente Hugo Chávez asumiera el poder hace casi 20 años, se llevó a cabo para favorecer los intereses del pueblo venezolano. Y ello sucedió en medio del mayor y más largo auge del precio del petróleo de la historia, cuando el país poseía las reservas más grandes del mundo y Pdvsa se estaba endeudando a gran escala.
Es aún más difícil sostener que la deuda de la Pdvsa denominada en dólares era legítima cuando fue vendida en moneda local por debajo de los precios de mercado, a personas con conexiones políticas, quienes solían pedir prestados los bolívares necesarios de la noche a la mañana a bancos del sector público, solo para vender inmediatamente los bonos a Wall Street. Como lo documentó Alejandro Grisanti de Barclay’s en 2008, los beneficiarios se hicieron con una ganancia instantánea en dólares igual a 20%-30% del valor nominal de la deuda.
Ninguna de estas consideraciones impidieron que el régimen venezolano se endeudara, incluso a la absurda tasa de 50%, como sucedió en junio con la compra los «bonos del hambre» por parte de Goldman Sachs. Tampoco lograron evitar que instituciones como JP Morgan incluyeran bonos venezolanos en su índice de bonos de mercados emergentes y adquirieran más de 1.000 millones de dólares en estos bonos en los fondos mutuales y cotizados en bolsa que ofrecen al público como instrumentos de inversión.
Debido a esto proponemos que se adopte un sistema de calificación de odiosidad, parecido a las calificaciones crediticias. Si bien estas últimas se enfocan en la capacidad y disposición de un prestatario a repagar, la clasificación de odiosidad proporcionaría una estimación de la probabilidad de que un tribunal decida que la deuda desaparece junto con el régimen. La escala sería continua, yendo desde, por decir, O (dictaduras represivas odiosas) hasta B (democracias bien dirigidas y en pleno funcionamiento). Existirían niveles intermedios: dictaduras que promueven el desarrollo económico y así benefician a la población (por ejemplo, Corea del Sur en los años 1970) y democracias defectuosas que se caracterizan por un manejo económico malo y corrupto (por ejemplo, Argentina bajo Cristina Kirchner).
Las clasificaciones de odiosidad podrían integrarse al derecho internacional indicativo, a ser empleado por los tribunales al hacer cumplir contratos de deuda, y podrían usarse para determinar qué bonos se incluyen en el cálculo de los índices de mercados emergentes. El mismo país podría tener bonos que, al ser emitidos en distintos momentos, tendrían distintas calificaciones de odiosidad y de probabilidades de que se hagan cumplir. Puesto que una calificación de mayor odiosidad limita el apetito de los inversores por esos bonos, los descensos de calificación limitarían la acumulación de deuda irresponsable y los desastres económicos provocados por regímenes como el de Venezuela –y posiblemente acelerarían su desaparición–.
Todavía quedan muchas interrogantes. ¿Quién debería emitir la calificación? ¿Qué metodología debería usarse? ¿Cómo se puede proteger al calificador de presiones políticas? Todas estas preguntas se pueden contestar. El mejor modo de hacerlo es iniciando la discusión.
*En colaboración con Ugo Panizza, profesor de Economía del Graduate Institute, Ginebra.
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