Amanece cada día con la sensación de cuánto crece la magnitud del desastre y del gigantesco esfuerzo nacional que será necesario hacer para impulsar una recuperación a la que los venezolanos se han negado a renunciar. La resolución del nudo en lo político hará todavía más apremiante la atención prioritaria a lo económico, base indispensable para la estabilidad e incluso para la vigencia de los derechos.
Una de las señales más visibles del desastre es, sin duda, la inflación. ¿Por qué se produce, a qué obedece? El gobierno tiene una respuesta a su medida: la guerra económica. Nunca tuvo fundamento y se hace cada vez menos creíble incluso para quienes pudieron acogerse a ella como explicación fácil y engañosa pero ajustada al prejuicio ideológico. La verdadera razón, sin embargo, hay que encontrarla en la voracidad estatal para imprimir dinero inorgánico con el cual cubrir el inmenso y creciente déficit de caja, uno de cuyos principales factores es el enorme grupo de empresas manejadas por el gobierno que vienen arrojando pérdidas sistemáticamente.
Una investigación iniciada por Transparencia Venezuela en julio de 2016 concluye que las empresas propiedad del estado, EPE, son 526; 7 veces más que en 2001. En 2016 arrojaron pérdidas por 1,29 billones de bolívares, cifra que superó el presupuesto de la nación en salud, educación, vivienda y seguridad social. Todas han requerido auxilios financieros para funcionar, incluso Pdvsa. Todas se han aprovechado del acceso a divisas subsidiadas, bajo monopolio del gobierno. La mayoría de ellas no ha reportado beneficios al país ni en dividendos, regalías o impuestos, ni mucho menos en bienes y servicios. Dice el estudio: “En relación con la promoción del desarrollo y el estímulo a la producción local, los datos del producto interno bruto (PIB) por habitante expresan una caída acumulada de 35% desde el último trimestre de 2013 hasta junio de 2017, mientras que los datos de balanza comercial reflejan mayor dependencia de las importaciones y disminución de la cantidad y variedad de productos de exportación”.
Lejos de servir para generar riqueza y bienestar a la población, han servido para consolidar una estructura caracterizada por la opacidad, debilidad o ausencia de controles y de rendición de cuentas, corrupción e impunidad. Han sido el instrumento para el manejo discrecional y poco transparente de enormes sumas de dinero en perjuicio de la nación. La gestión de muchas de ellas, lejos de atender las buenas prácticas administrativas y el logro de resultados para la población, se ha encauzado al servicio de intereses políticos y de control social, con sujeción a los intereses del partido de gobierno y al clientelismo que alimenta las nóminas.
Los grandes perdedores en este mal negocio han sido, sin duda, los ciudadanos. No solo no reciben bienes y servicios, sino que pagan con el flagelo de la inflación el mantenimiento de estas empresas y las pérdidas que producen. Esta es la verdad que el gobierno oculta a los venezolanos. ¿Qué se deberá hacer y quienes se atreverán a hacerlo para revertir esta situación? Evidentemente, repensar los objetivos de estas empresas, racionalizar su número y ponerlas en manos competentes, capaces de aplicar buenas prácticas gerenciales y generar dividendos para la nación y bienes y servicios para los ciudadanos. Las buenas prácticas y la eficiencia no son monopolio del sector privado, pero la calidad de la gerencia sí es imprescindible para asegurar buenos resultados. Venezuela ha demostrado en el pasado esa posibilidad.
Los estudiosos de la economía dan una medida de la gigantesca tarea a cumplir cuando concluyen de sus investigaciones que la desactualización del parque industrial venezolano con respecto a otros países de la América Latina es de tres a cuatro años y que se requiere de casi diez puntos de crecimiento del PIB para la recuperación de cada año de atraso. Mientras la vorágine avanza hay quienes se han propuesto estudiar soluciones posibles y ponerlas a discusión. El ciudadano, que es quien hoy paga el desastre generado, agradecerá ese empeño.
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