He escuchado, como muchos, a un gran número de colegas en estas semanas y días, opinar sobre la capacidad de uno u otro candidato de “conectar” emocionalmente con el “pueblo”. También discurren sobre el carácter emocional de estas elecciones en México, a diferencia de la naturaleza “racional” en otros momentos en nuestro país, o en otros países. No dudo del gran conocimiento que posee nuestra comentocracia (exceptuando al que escribe: no presumo saber mucho al respecto) a propósito de los sentimientos profundos del pueblo mexicano, tampoco sobre los diversos grados de emotividad versus racionalidad de unos comicios u otros en unos países u otros.
Dejemos a un lado el problema de definir al “pueblo”, es un dilema secular ¿Es uno, único y está siempre unido? (¿El pueblo unido jamás será vencido? ¿En serio?) ¿Son los votantes? ¿Los mexicanos de menores ingresos? ¿El círculo verde? ¿Los que ven televisión en general? ¿Los que vieron el debate o las principales emisiones de estas últimas semanas?
Sí me pregunto, sin embargo, qué significa “conectar emocionalmente”, cómo se come eso y cómo se mide. Por ejemplo: en relación con el programa Tercer Grado de Televisa de anteayer, oí o leí a varios columnistas o comentócratas decir que Anaya no “conectó”, ni conecta en general, con la “gente”, mientras que Andrés Manuel sí lo hace (Meade, para variar, no viene al caso). Es muy posible que eso sea cierto, pero sigo confundido: ¿Cómo lo saben? A mí se me ocurren algunas métricas posibles, y es muy factible que los colegas las hayan revisado minuciosamente entre el momento en que se difundió el programa, y cuando escribieron sus columnas o transmitieron sus comentarios.
Para empezar, el rating. Según Nielsen, a AMLO lo vieron 1,7 millones de televidentes; a Anaya 1,6, y a Meade 1,3, pocos en relación con el debate que fue visto por casi 18 millones de mexicanos (aunque el horario lo explica en gran medida). Si Anaya no “conectó” o AMLO sí “conectó”, fue con ese número de personas. ¿De qué personas se trata? Difícil de saber, aunque Nielsen o Ibope guardan datos demográficos sobre la audiencia: nivel socio-económico, edad, escolaridad. En segundo término, disponemos, en teoría, de elementos procedentes de las redes sociales: Facebook y Twitter, principalmente, un poco de Instagram. ¿Cuántos retweets hubo, sin pauta? ¿Cuántos likes en Facebook? ¿Cuántas vistas en reproducción? Y de nuevo: ¿Quiénes son los que opinaron al respecto? ¿Jóvenes, clases medias, hombres o mujeres? Por último, supongo que las campañas armaron grupos de enfoque para ver el debate, sobre todo con los públicos que les interesa: indecisos, independientes, votantes útiles en potencia. Los resultados de dichos grupos nos podrían ilustrar mucho sobre quién “conectó” y quién no, y con quiénes.
El ejemplo de la pasada elección de Estados Unidos es pertinente. Durante buena parte de la campaña, pero sobre todo después de los comicios, la comentocracia estadounidense recalcó la “frialdad” de Hillary Clinton, como no “conectaba” con sus auditorios, como no encendía a nadie y dormía hasta un caballo (otros recurrían a expresiones más procaces). Asimismo, argumentaban como Trump si “conectaba” con los varones blancos, sin educación universitaria y de más de 50 años de edad. Tal vez fue cierto todo eso, pero Clinton obtuvo 3 millones de votos más que Trump. No los conquistó donde debía, y por eso perdió. Pero le ganó a Trump por 2,5% del voto. La clave consistió en “conectar” con quien convenía electoralmente, no necesariamente con todos.
Yo no sé si Anaya conecta con otros como lo hace conmigo: a través de su inteligencia, formación y agilidad. Tampoco sé si AMLO aburre a otros tanto como me aburre a mí. Pero antes de afirmar tan categóricamente que uno u otro hace una cosa u otra, les rogaría a los colegas que dispusieran de una mayor cantidad de datos duros antes de opinar.