Siguiendo la odiosa costumbre mexicana de recurrir constantemente a los dichos, podríamos resumir así la tesis de Aguilar Camín sobre el nuevo papel de las fuerzas armadas en el escenario nacional: “El que se lleva, se aguanta”. Desde los años cuarenta, los militares han estado ausentes de la política mexicana, aunque no de la vida del país. Gracias a las ideas descabelladas de Andrés Manuel López Obrador, ahora se han metido -o las han metido- de lleno. El secretario de la Defensa, y en menor medida de la Marina, es objeto de críticas, réplicas, convocatorias, denuncias y acusaciones, en persona, como en el Senado ayer, o en los medios y las tertulias políticas.
Ya demostré en estas notas lo ridículo de la tesis sobre la aprobación de las fuerzas armadas por la población. Es el caso de todos los países de América Latina, de Estados Unidos y de Europa, hayan o no padecido los excesos típicos de militares: golpes de Estado, represión, tortura y desapariciones forzadas. Los mexicanos no admiramos más a nuestras armadas que otros. Pero por la muy peculiar configuración del sistema político nacido en los años treinta del siglo pasado, el ejército era intocable, junto con la presidencia y la Virgen de Guadalupe. Ya no, probablemente para bien.
Pero eso significa que cada vez más el estamento castrense se verá sujeto a una exigencia de rendición de cuentas y de transparencia, a filtraciones y “fuego amigo”, y de búsqueda de alianzas por unos y de rechazo y ostracismo por otros. Se ha convertido en un actor político como los demás, o casi: dotado sin duda de mayores recursos y fuerza, pero sin contar con la experiencia, la pericia o el estómago para el cuerpo a cuerpo político. Hicieron bien los senadores en dirigirse al titiritero y no al títere: el que manda es Sandoval, no la Secretaría de Seguridad. A su colega de la Sedena no le quedó más remedio que aguantar vara: ni pudo ni quiso responder. La esgrima verbal y la oratoria improvisada no son el fuerte de los militares, a menos de que sean Julio César o Napoleón. Pero las fuerzas armadas ya no pueden escudarse detrás de los reclamos de “respeto” o pureza de la institución, como pretendían hacerlo antes.
Más aún, si ellos pueden cuestionar el patriotismo de sus críticos y opositores, y conducirse como lo muestran los GuacamayaLeaks, incluso su razón de ser puede llegar a ser puesta en tela de juicio. De las muy pocas ideas inteligentes atribuidas a López Obrador (aunque sea tabasqueño), y que a nadie le consta, destaca la eliminación del ejército. Sería sustituido por la pura Guardia Nacional, convertida en una policía nacional civil. La justificación consistiría en lo absurdo de contar con una milicia, por barata y mal preparada que sea, para defendernos de tres vecinos como los nuestros. De Belice y Guatemala no vale la pena preocuparse; y de Estados Unidos no tiene sentido preocuparse porque si nos declararan la guerra, duraríamos menos que Saddam Hussein.
En cambio, un cuerpo civil, bien entrenado y apertrechado, que paulatinamente sustituyera a las inútiles policías estatales y sobre todo municipales, permitiría concentrar los esfuerzos y los recursos en la seguridad pública, haciendo a un lado el ridículo cuento de la seguridad nacional. Ya no habría Sedena, solo tal vez Semar, no gastaríamos dinero estúpidamente en una fuerza aérea redundante, y el país poco a poco se dotaría de una fuerza civil de grandes dimensiones. Es un poco Panamá y Costa Rica, guardando las proporciones.
No tengo idea si López Obrador realmente contempló esta posibilidad. Como tantas otras cosas, se le acabó el tiempo, en este caso, por desgracia. Mientras, el “Señor Sandoval” tendrá que seguir soplándose la espléndida oratoria de Germán Martínez, las filtraciones de Guacamaya, y la irreverencia, cuando no insolencia, de sus críticos. El que se lleva se aguanta.
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