Pretender conocer el futuro, sobre todo el futuro inmediato, es tarea incierta, aun para los que sostienen concepciones muy deterministas (cientificistas) de lo humano. Una vez Freud, no siempre, afirmó que si conociésemos todos los movimientos de nuestro inconsciente podríamos prever hasta nuestras más insignificantes y efímeras decisiones y acciones. Por supuesto, agregaba, que esto es imposible. Apenas podemos “conocer” e intentar manejarnos con nuestras estructuras caracteriales más genéricas. Igual sucedería con la historia. Lo más que osaría un historiador y afines sensatos es indicar ciertas tendencias a largo plazo, pero no profetizar qué va a pasar estos meses decisorios en Venezuela. Agreguemos que si aceptamos que eso que llamamos libertad forma parte de la realidad humana, las dificultades se multiplican.
De manera que el desasosiego que hoy sentimos muy agudamente por la oscuridad del futuro nacional tiene razones muy contundentes. Y la duda ante sus posibles desarrollos es más apropiada cognoscitivamente que las afirmaciones categóricas. De manera que debemos aprender a convivir con una alta dosis de incertidumbre sobre el mañana, acentuada en situaciones de extrema convulsión social en las que se multiplican y extreman los posibles. Los suecos deben suponer que este verano será tan plácido como el del año pasado, y los anteriores, así que se puede hacer turismo sin zozobras. Es muy probable que así sea. Nosotros, según algunos, no sabemos ya si seremos algún remedo de Siria o una tristísima Cuba, los dioses nos protejan.
El problema, tan viejo como el pensamiento político, es que no podemos vivir en la duda, deshojando margaritas, esperando luces que vienen o no vienen (cosa que sucede en las ciencias puras: circunspección), sino que somos conminados por la realidad a actuar, y en nuestro dramático caso con la mayor urgencia. Con la claridad, mucha o poca, que tengamos. Es la racionalidad política mínima. De manera que nuestra acción tendrá siempre márgenes mayores o menores de corrección, de adaptación a las circunstancias, de obtención de los fines deseados, de ser victoriosa o fallida. Y siempre tendrá, aun triunfante, una dosis de pérdida, de fracaso. Sobre esto valdría la pena apuntar que la conciencia de la naturaleza misma de la acción debería, para actores y críticos, acompañar, en absoluto anular, condenas y culpas. Debería enmarcar debates, recriminaciones y autoflagelaciones.
Toda acción política se ejerce sobre un campo de posibles, que no elegimos. Que pueden ser propicios para un proyecto o, por el contrario, hostiles o terribles. La historia de la especie es, entre otras cosas, una sucesión de tragedias, algunas descomunales. La circunstancia venezolana actual es, ciertamente, extremadamente dramática. Y puede ser peor. Hemos llegado a ese umbral en que la muerte multiplicada comienza a revelarnos el más duro y real sentido de la condición humana. Eso lo veo en muchos rostros. En silencios paradójicos y aterradores. En la aparente decisión de la pandilla salvaje que nos rige de hacerle pagar cualquier costo a la población nacional para mantenerse en el poder, para poner a salvo su bolsa y sus pecados.
Lo que si puede ser más propio, estar en nuestras manos, son virtudes éticas y cívicas. Llámense valor, voluntad de vivir dignamente con los otros, amor a la tierra que nos parió y acogerá nuestros huesos… la honestidad de buscar las mejores opciones para recuperar lo que nos han robado, para salir de la humillación de cada día que implica ceder nuestros derechos, hasta los más esenciales, aquellos de vida o muerte. Mientras logremos mantener ese espíritu, y no nos desesperemos o huyamos, tarde o temprano deberíamos encontrar el camino. El mejor, el de la paz, el de la generosidad, el de la lucidez, construido a sabiendas de lo que está a nuestro alcance y lo que no. Al fin y al cabo nos tocó la mala hora, pero no somos los primeros, ni en el ancho mundo ni en nuestra pequeña historia. Pero nada dice tampoco que no podamos salir vencedores, nada dice que de tanta tristeza no emerja un coraje, un tino y un orgullo que sean indetenibles. Tener esperanza es querer tenerla, es trabajar para tenerla.
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