No sé si tienen razón quienes dicen que el show triunfalista que con tanto descaro ha montado el régimen después de los sucesos del 23 de febrero en los que quedó como una vulgar dictadura es un indicio de su próximo naufragio, pero lo que si sé es que no hay que subestimar ni el poder que todavía tiene ni sus alianzas en la ONU, ni su capacidad de maldad porque es infinita.
El 23 de febrero constatamos, una vez más, la sevicia, el ensañamiento y la probada disposición a matar de un régimen que, además, se vanagloria de ello. Después de lo que el mundo entero vio ese día, tristemente memorable por lo sangriento, por lo irracional, por lo inhumano, no hay nadie que tenga dudas acerca de la naturaleza de quienes ordenaron disparar contra el pueblo y que, como si fuese poco, no solo impidieron la entrada de la ayuda humanitaria, sino que la quemaron.
A este punto es necesario recalcar que todas las acciones hasta ahora ejecutadas para impedir el ingreso de la ayuda humanitaria han sido tan abominables como su lenguaje. Abominable fue dispararle a una población desarmada, perseguir como si fuesen venados a unos pemones indefensos hasta cristalizar una masacre que, de paso, celebran sus autores, sin que se escuche una voz de protesta en las filas de los indigenistas que en ese bando militan. Abominable es el lenguaje antes, durante y después de los hechos rubricados con afirmaciones hechas con absoluta y ofensiva desfachatez. “Esto es solo el iceberg de lo que viene”, dijo Cabello; “esta es apenas una muestra de lo que podemos hacer”, afirmó la señora Rodríguez; “contemplen estas fotos y miren lo que hacemos con la ayuda que viene del imperio”, parece decir con sus selfies la ministra Varela rodeada de sus presos perversamente seleccionados, mientras se regodean con las imágenes de la ayuda quemada.
Estos hechos injustificables, crueles, inhumanos, sumados a las más recientes amenazas, nos dicen claramente que la agenda de la violencia va in crescendo y que muchos días de angustia le esperan a un país que no aguanta más tanta humillante perversidad. Abominable es haber soltado a los colectivos violentos a atemorizar a una población indefensa, que lo que quiere es paz; abominable es la agenda de maldad y violencia con que amenazan a cada hora, en cada palabra pronunciada, a un pueblo que, por apego a una vida digna, quiere desesperadamente un cambio.
Maduro y su gobierno, más militar que cívico, no está dispuesto a abandonar la ruta de la violencia, conducta tomada por la insurgencia militar liderada por Chávez, desde el mismo momento en que apareció en la escena política venezolana alentado por la hegemonía cubana. Y esa decisión y de quienes la alientan, incluyen radicalizar a fondo el proceso, o bien hasta imponer su totalitarismo, sin importar su costo, o, como lo están haciendo, provocando una intervención que los haga quedar ante la historia, como una nueva víctima del imperialismo.
No me caben dudas de que en la agenda negra del régimen está escrito deshacerse de Guaidó, pasar del amago al asalto de la AN y privar de libertad a más de un parlamentario.
Haber desafiado a un régimen después de veinte años envueltos en una orgía de poder que parecía sin límites en tiempo y espacio, todavía con fuerza y voluntad de hacer daño, como lo hizo Guaidó, tiene sus consecuencias. Eso de aparecer de la noche a la mañana despertando a un pueblo, convocándolo a la calle para manifestar su descontento; haber tenido una respuesta masiva e inmediata, una suerte de tsunami democrático, exigiendo con el lenguaje de la democracia el fin de una usurpación y el ingreso de la ayuda humanitaria, fue un golpe directo y contundente que dejó al régimen tambaleante; pero es bueno no olvidar que quienes quedaron heridos en ese primer enfrentamiento son los mismos que tan malamente han ejercido el poder, los mismos que arruinaron al país, los que tienen veinte años humillando y tratando de poner de rodillas a todo un pueblo, son los mismos que con pretextos revolucionarios introdujeron la violencia, el resentimiento, el odio, la venganza, el insulto, el escarnio, la calumnia y el acoso permanente a la disidencia, como un ingrediente maligno en la política venezolana.
Son los mismos que cambiaron el nombre de adversarios por el de enemigos, los mismos que califican de traidores a la patria a quienes ejercen el legítimo derecho a la disidencia, los mismos que convirtieron bandas de delincuentes en organizaciones para militares, los que hablan de injerencia cuando otros gobiernos e instituciones los critican, pero acogen con beneplácito las órdenes cubanas que ponen en entredicho nuestra soberanía.
Si queremos ser en verdad ciudadanos, lo he escrito muchas veces, estamos obligados a conocer nuestra historia y no olvidar hechos, personajes y resultados y mucho menos si los mismos fueron tan nocivos y determinantes como para que millones de venezolanos se fueran del país en busca de mejores horizontes. y los que nos quedamos enfrentemos día a día todas las penurias que sus políticas provocan. Por eso, precisamente por eso, hay que tomar en cuenta y llenarnos de fortaleza para ‘entender que esta es una confrontación entre el sentimiento democrático de un pueblo desarmado, pero asistido de razones tanto humanas como legales, frente a la prepotencia de un régimen armado que desprecia profundamente al pueblo.
No hay que llamarse a engaños. La violencia ha estado en todo momento en un primer plano desde el fallido golpe de Chávez, y el Caracazo y que la decisión de provocar una guerra civil contra un enemigo amante de la democracia, que saben desarmado y pacífico, es una opción que sigue en pie, tan necesitados de una épica como están, después de veinte años del fracaso de una mal llamada revolución. Si de una vez no la han declarado es porque el debate sobre Venezuela en el concierto internacional cayó en los predios de la diplomacia y en la ONU, donde sus únicos pero poderosos aliados tienen trancado el juego. Pero lo cierto es que lo que está sucediendo y lo que está por venir tiene nombre de tragedia y mucho más cuando se ha vuelto a escuchar aquella consigna que gritaba »patria, socialismo o muerte». En fin de cuentas, piensan y dicen los desquiciados más radicales que quienes escriben la historia son los vencedores y ellos, ilusamente, se creen los vencedores. Así pensaban Pinochet, Milosevic, Hussein, Gadafi, Noriega, y tantos otros y todos conocemos su triste final.