La Cancillería venezolana ha adoptado un uso poco común dentro de las relaciones diplomáticas de los países: la estridencia. No dejan pasar oportunidad en la Casa Amarilla para expresarse con frases altisonantes, insultantes o desafiantes frente a terceros –países y personas–, cuando los astros no se alinean a favor de las actuaciones del país.
La amenaza se ha vuelto de uso corriente en nuestras relaciones externas cuando la amenaza es la prerrogativa de los fuertes, no de los débiles. Pero es que la sindéresis en todos los terrenos, incluso en el de las prácticas internacionales, no se compra en la botica.
No se equivoca uno cuando afirma que un gobierno que ha destrozado económicamente al país y pisoteado los derechos de sus ciudadanos, ha apresado y torturado a sus detractores políticos no gana créditos de respetabilidad ante terceros. Cuando, además, usa las normas internas y externas para ponerlas al servicio de acciones estrafalarias o ilegales, además de ganarse el irrespeto, se hace acreedor del rechazo de sus pares en la comunidad internacional.
No se escuchan loas en ninguna parte a las ejecutorias de los revolucionarios tropicales maduristas. Hasta los países que los secundan en apariencia callan frente a los abusos, pero no los aplauden. Ni China ni Rusia quiebran lanzas por la revolución bolivariana aunque les convenga una alianza con ella a los fines de pisarles los callos a los otros grandes del planeta.
Hasta ahora, la posición que ha asumido nuestro flamante canciller frente a la posibilidad de sanciones internacionales contra el gobierno que le da de comer ha sido la de amenazar con el retiro de los funcionarios de las delegaciones que ocupan las embajadas si algún país osara retirar su embajador como una medida de desconocimiento de la legitimidad del gobierno de Maduro. Tal genero de bravuconerías lo que provoca es más irrespeto dentro del entorno global. Faltan horas apenas para que los países se pronuncien frente al desafuero de la continuidad de Maduro en el poder más allá del 10 de enero y nos veremos entonces frente a un rechazo colectivo de amplio espectro y de mucha contundencia. Los retiros de embajadores o la falta de nombramiento de quienes ya no los tienen, como es el caso de Colombia, no están encaminados a derrocar al gobierno, pero sí a marcar una posición a favor del restablecimiento de la democracia en Venezuela. No hay que ir mucho más lejos que ello –aunque puede haber países que sí asuman posiciones mucho más agresivas, ojalá– para dejar claro el rechazo frente a las tiranías y frente a supresión de los derechos ciudadanos y al respeto de la legalidad.
¿Qué puede ocurrir en el caso de Colombia, que ha sido históricamente nuestro mejor y más activo aliado, el país más cercano a nuestra realidad y, a la vez, el que está sufriendo en grado superlativo la desestabilización producto del éxodo de compatriotas hambreados del madurismo? Posiblemente la posición declarativa que asuma será la más dura de todas y asumirá el liderazgo continental por la misma razón. Colombia se hará escuchar, pero dudo que las relaciones diplomáticas ni consulares sufran aunque no se produzca nunca el nombramiento de un jefe de la delegación. ¿Frente a ello va el canciller venezolano a dar un paso más agresivo retirando al personal oficial colombiano que opera en Caracas o a sus propios funcionarios diplomáticos o consulares en Bogotá y otras ciudades, como ha prometido?
La voz de la cordura es la que debe privar por encima de las rabietas de los altos funcionarios de la plaza Bolívar. No hay sino que imaginar el perjuicio adicional que una suspensión de todas las relaciones provocada por Venezuela, particularmente las consulares, les causaría a sus propios ciudadanos hoy residenciados en Colombia, súbditos venezolanos que requieren de todo tipo de gestiones ante su propia representación en suelo neogranadino. O paseémonos por una ruptura total de las relaciones comerciales que subsisten entre los dos países, lo que incluye tanto el tránsito de alimentos hacia Venezuela como el perfeccionamiento activo de subproductos petroleros que todavía nos generan unos ingresos apreciables.
Las izquierdas radicales siempre han usado los altos decibeles y las frases descolocadas frente a la prensa para hacerse escuchar cuando la razón no les asiste. Pasar a la acción en contra de otro país cuando el que insulta se encuentra en desventaja es harina de otro costal.