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Puño y letra

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Como parte de los actos del premio Cervantes que he de recibir en próximos días de manos del rey de España en el paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares, en el Instituto Cervantes de Madrid se celebra de previo el ritual del depósito de un legado.

El instituto funciona en un imponente edificio adornado de cariátides en la calle de Alcalá, donde estuvo primero el Banco Español del Río de la Plata y más tarde el Banco Central de España, y por eso tiene bóvedas blindadas, a las cuales se da ahora uso literario, pues los legados se depositan en las cajas de seguridad que antes servían para que los clientes resguardaran allí títulos valores y joyas.

El legado tiene que ver con la vida y la obra del propio autor, algún objeto o instrumento relacionado a su oficio, manuscritos originales, libros que ha atesorado. El director del instituto, Juan Manuel Bonet, me lo avisó hace meses para que fuera pensando mi escogencia; cuando en la ceremonia se deposita el legado en la caja correspondiente, hay que fijar un plazo para abrirla y revelar de qué se trata, un plazo que puede durar hasta la muerte; o, siempre de por medio el plazo, se puede anunciar de inmediato el contenido.

¿Qué podría dejar yo allí, en esa bóveda? ¿Una pluma fuente? A duras penas escribo a mano, salvo las dedicatorias de mis libros, y hasta mis notas las apunto en el celular. ¿Unos lentes? Es lo más común en estos casos. ¿Una máquina de escribir? Dejé de usarlas hace más de treinta años y no conservo ninguna, porque en 1985 me pasé para siempre al teclado de la computadora, con lo que me considero un veterano digital. ¿Un manuscrito? Vale la misma razón de que no escribo a mano.

Hace algún tiempo, cuando me pidieron del Centro de Arte Moderno de Madrid algo relacionado con mi oficio, para el pequeño museo de escritores que allí tienen, me decidí por los trece discos floppies que contienen mi novela Castigo Divino, escrita en una computadora primitiva, que trabajaba con un sistema llamado Lotus Simphony, un modelo que por supuesto ya no existe, ni tampoco es posible descodificar su lenguaje. Una verdadera lengua muerta.

Entonces, pensé, mejor un legado que me trascendiera, a mí y a los instrumentos de mi oficio, y me decidí por este que enseguida les explico, que aunque he pedido sea sacado de la caja el 5 de agosto de 2022, cuando cumpliré 80 años, Dios mediante, es público desde el momento de su depósito: se trata de una carta original de Rubén Darío, y otra de Augusto César Sandino, ambas conservadas en mi archivo personal por mucho tiempo.

La carta de Rubén está fechada en París, 9, Rue d’Odessa el 2 de enero de 1902, y su destinatario, según puede desprenderse del texto, es un íntimo amigo suyo, el doctor Luis Henri Debayle, médico de la Sorbona, a quien llamaban en su tiempo “el sabio”, residente en León de Nicaragua, muy influyente en el país, y a quien pide gestionar ante el gobierno del general José Santos Zelaya que se le conceda el consulado en París, el cual obtuvo al año siguiente.

La carta de Sandino está fechada en el Cuartel General del Ejército Defensor de la Soberanía Nacional de Nicaragua el 11 de octubre de 1931, en las montañas de Las Segovias, y va dirigida al general Simón González, al coronel Abraham Rivera, y al teniente coronel Perfecto Chavarría. En ella expide órdenes acerca de los preparativos de una expedición militar desde Wiwilí hasta la costa del Caribe, a través del río Coco.

Quienes firman estas cartas, ambas mecanografiadas, representan juntos la esencia de mi país, a través de la palabra y de la dignidad. Son ellos quienes nos dieron nuestro sentido de nación. Rubén transformó el idioma desde la literatura, dando a la lengua nuevos atrevimientos y sonoridades, y la poesía lo convirtió en un héroe nacional, suficiente para que a su regreso en 1907 la gente del pueblo desenganchara el tiro de caballos del coche descubierto que debía conducirlo desde la estación del ferrocarril en León, para pegarse a las varas y arrastrarlo entre vítores.

Sandino, quien se definía como un “trabajador de la ciudad, artesano como se dice en este país”, se convirtió en soldado por la fuerza de la necesidad ante el imperativo de librar al país de la intervención militar extranjera que duró seis años.

Hay una frase suya, que es la de un poeta, porque las palabras desnudas por verdaderas, también son poesía: “El hombre que de su patria no exige sino un palmo de tierra para su sepultura, merece ser oído, y no solo ser oído sino también creído”.

Y al periodista vasco Ramón de Belausteguigoitia, quien lo entrevistó en su campamento en 1933, después de acordada la paz que lo llevó a la muerte, porque fue asesinado a traición por órdenes del primer Somoza, le dijo: “¡Ah, creen por ahí que me voy a convertir en un latifundista! No, nada de eso; yo no tendré nunca propiedades. No tengo nada…”. Fue un voto de pobreza, que en política es como un voto de castidad, que nunca violó.

Somos hijos entonces de la dignidad y de la palabra. Ambos salieron de la entraña de esta tierra pequeña y fecunda, una patria rural que nadie mejor que Rubén pudo describir: “Buey que vi en mi niñez echando vaho un día/ bajo el nicaragüense sol de encendidos oros,/ en la hacienda fecunda, plena de la armonía/del trópico; paloma de los bosques sonoros/ del viento, de las hachas, de pájaros y toros/ salvajes, yo os saludo, pues sois la vida mía…”.

De manera que no puedo dejar nada mejor entre los tesoros del Instituto Cervantes, que las firmas de los dos nicaragüenses que me legaron un país. Su puño y su letra.

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