A cada rato uno se topa con declaraciones de personas reconocidas, sobre todo en el campo del derecho, en las cuales afirman, a veces no sin cierta jactancia, que tal anuncio de la hegemonía no se puede llevar a cabo porque es ilegal o inconstitucional, o que tal ejecutoria de la hegemonía no se puede continuar por las mismas razones, o que tal hecho cumplido de la hegemonía no se puede aceptar y tiene que ser revertido de inmediato, por las razones ya expuestas.
Cuando pasan estas cosas que, repito, pasan a cada rato, lo que en verdad ocurre son dos cosas. Una, que la hegemonía sigue haciendo y deshaciendo lo que le da la gana. Sea un anuncio, una ejecutoria o un hecho cumplido. Es decir, ignora olímpicamente la advertencia del experto en cuestión. Otra, que la credibilidad de estas personas que se lo pasan afirmando tales imposibilidades termina colocada en los sótanos de una realidad cada vez más siniestra.
Todo ello lleva a reflexionar si es que todavía no se acaba de entender la naturaleza y el alcance del régimen despótico, depredador, envilecido y corrupto que viene imperando en Venezuela a lo largo del siglo XXI. También puede ser que en aras de los llamados “espacios” burocráticos, no pocos prefieran participar en una especie de danza kabuki, o una en donde todo lo que parece ser no es, y nada de lo que es, parece ser. Para decirlo menos complicadamente: un juego de disimulos o falseamientos para satisfacer intereses impresentables.
A Fidel Castro se le puede acusar de todo, menos de haber sido un ignorante en las malas artes de la manipulación política. Esa sería una acusación de lo más injusta. Pues bien, en el caso que nos ocupa, nuestra patria, Venezuela, Fidel fue llevando a Chávez, paso a paso, a desplegar un proyecto de dominación de naturaleza y alcance despótico, pero con algunas fachadas de democracia formal, que a muchos engatusaron de buena fe, y a otros le sirvieron –y sirven– de excusa para enchufarse en lo político y económico. Eso que la literatura política contemporánea identifica como “autoritarismos competitivos”, “democracias iliberales” o hasta el oxímoron de “democracia totalitaria”, y otras expresiones pomposas, fue una “fórmula” que Fidel Castro le fue imponiendo a Chávez, más por instinto que por concepto, más por efecto de su larga experiencia que por conclusiones doctrinales.
Si a estas alturas no hemos entendido eso, es que o no lo podemos entender o no lo queremos entender. Y si es lo segundo, las razones que estarían por detrás no son razones que se puedan explicar con palabras publicables en un medio de comunicación respetable… El meollo del referido proyecto de dominación es que se pueda hacer lo que venga en gana, pero siempre con algún barniz de legalidad emergente o revolucionaria. De allí, que los consabidos expertos hayan pasado casi dos décadas repitiendo que esto, eso y lo otro no se puede hacer, al tiempo que esto, eso y lo otro se han hecho y más.
Una hegemonía de estas características no se puede enfrentar de manera eficaz queriendo ser más papista que el papa en materia de protocolos ultrademocráticos. La trayectoria de estos largos años lo demuestra hasta la saciedad. Por fortuna, la Constitución formalmente vigente consagra amplios mecanismos para luchar en contra de las hegemonías y para restablecer la configuración democrática en ella prevista. Eso sí se puede hacer. Eso sí se debe hacer.
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