“Somos fieles –leí en alguna parte– a dos o tres ideas fijas que nos dominan a lo largo de nuestras vidas”. Puede verificarse la certeza de tal aseveración en las obras de artistas de temática recurrente. Gabriel García Márquez y Federico Fellini sostenían estar escribiendo siempre el mismo libro o rodando la misma película. No pretendemos comparar nuestras divagaciones con las genialidades del colombiano o el italiano. Nos identificamos mejor con el oficio de vender viejas cosas –bienes, productos y servicios– a partir de una proposición única de ventas o USP(unique selling proposition), mediante mensajes renovados y formalmente diversos, mas funcionalmente idénticos, entre otras cosas, porque en la cabeza de quienes permanecemos recluidos en este campo de concentración solo hay lugar para una obsesión: salir en volandas de las garras de chavecos y ma(du)ricas empecinados en hacer del nuestro un país cada vez más ancho y ajeno. No, no más ancho: más espacioso, porque a diario huyen de él millares de personas y ya la cifra de migrantes sobrepasa los 3 millones de almas; y sí, más ajeno, en virtud de la cesión, sin control ni autorización de la Asamblea Nacional y jugosamente comisionada, de vastas porciones de nuestra geografía y las riquezas en ellas contenidas a empresas extranjeras de cuestionable solvencia y discutible competencia, un acto de entreguismo contra el cual la insurgencia es deber ciudadano: está en peligro la integridad de la nación y es imperativo plantarle cara a los socios de la narcoguerrilla colombiana y vasallos del castrocomunismo cubano, el imperialismo chino, el neozarismo ruso y el otomanismo de Erdogan.
Quienes solo podemos, por viejos, no por sabios, empuñar la pluma, estamos condenados, Sísifos de la palabra, a martillar sobre un clavo con la esperanza de sacar, hasta más nunca, al que se mantiene en la silla miraflorina, donde pretende permanecer analgatizado más allá del 10 de enero de 2019, al ilegítimo y usurpador apéndice de Hugo Chávez y su camarilla verde oliva. Continuemos entonces nuestra sísifica (si el calificativo no existe merece ser creado) tarea de disparar al blanco habitual. Variaciones, pues, con repetición, sobre los tópicos de costumbre.
Con una fuerza armada devenida en partido de gobierno y una oposición atomizada, que pierde tiempo en bizantino y vergonzoso torneo de dimes y diretes a fin de precisar si Zapatero es o no idóneo mediador en diálogos sin sentido y negociaciones de momento improcedentes –igual se habría podido discutir si Osmel Sousa debería ser árbitro vitalicio de la belleza–, Maduro parece tener ganada, por ahora y puertas adentro, la batalla por su supervivencia, al menos hasta fin de año. Extramuros, en cambio, el panorama difiere. La comunidad democrática internacional dará por concluido el mandato presidencial el antedicho 10 de enero. Sin diplomáticos de fuste, la dictadura ha de resignarse a ser reconocida únicamente por regímenes impresentables o forajidos, y Estados fallidos semejantes al por ella administrado. A la espera del gran día, reparte bonos hallaqueros, perniles y aguinaldos, y vibra de emoción con la inverosímil concurrencia de 10 millones de patriotas carnetizados a un simulacro comicial semiclandestino. Cuenta los pollos antes de nacer y celebra anticipadamente una aplastante victoria (¿?) en las elecciones municipales del 9 de diciembre. Y aunque Cabello lo niegue, Escarrá trabaja a toda mecha y a espaldas de sus coprostituyentes en la redacción de una constitución prêt-à-porter; en relación con el texto normativo circulan rumores de espanto, terror y brinco. ¿Qué nos deparará esa bicha? Veamos.
Es quizá manía característica de los autoritarismos dispuestos a instaurar a juro un nuevo orden social, enraizado, ¡vaya contradicción!, en míticas o legendarias epopeyas ajenas a los fastos históricos –labradas con ampuloso verbo y escaso apego a la verdad por entusiastas relatores de escaramuzas elevadas a la categoría de homéricas hazañas, buen alimento del ego del indigente político–, destruir las superestructuras institucionales y suplantarlas con entramados sustantivamente análogos, ornados con adjetivos vaciados de significación por remachados ad nauseam. Y no importa cuáles sean sus ideologías. La Revolución francesa lo fue también en el plano lingüístico, tanto en aras de la unidad idiomática de la nación (fidelidad a la égalité de la ciudadanía), cuanto por la necesidad de diferenciarse formalmente del ancien régime; de allí, acaso, el Calendrier républicain y sus meses evocadores de las cuatro estaciones y las faenas agrícolas. Con la terminología del fascismo y el nazismo se puede armar un glosario de considerable envergadura. Y, posiblemente, un futuro cronista de nuestra desgracia presente encuentre equivalencias, porque los extremos terminan encontrándose, entre la ampulosa bolivarización del discurso, protocolo, propaganda y papeleo del socialismo del siglo XIX, perdón, XXI, y la kakanización del imperio austro-húngaro referida por Robert Musil en el primer volumen de su monumental e inacabada novela El hombre sin atributos, aludiendo al empleo al por mayor de las siglas k. k., abreviatura de kaiserlich körniglich (imperial-real) en los edictos, proclamas y documentos oficiales. La carta magna en ciernes abundará en retórica de esta guisa, procurando meternos con vaselina populista el chuzo socialista y comunal.
Hay, cual hemos visto en la precedente llovizna sobre mojado, dos motivos –en realidad uno, porque el segundo podría depender de la concreción del primero– capaces de convertirse en motores de una movilización popular y encender la chispa de una sublevación sin posibilidad de marcha atrás contra el continuismo y la intención de domesticar constitucionalmente a la sociedad, ¡levántate, pueblo!, a cuyo alrededor urge articular un amplio frente unitario para impedir la juramentación del ilegítimo pretendiente y el siniestro propósito de sovietizar la república. Los objetivos están claros, ¡clarísimos! ¿Habrá quien los asuma y los convierta en bandera nacional?
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