Estoy curado contra los fanatismos. He aprendido a discernir entre la ciudad del hombre y la ciudad de Dios; a la que no se llega sin transitar por la primera, hecha de caídas, de dudas, entre traiciones y deslealtades, a puñetazos. Como tampoco la alcanza quien cree que esta, como verdad de la especie caída, es un absoluto, sin remedio ni corrección posibles.
Dos posturas de vida inevitablemente dividen a los seres humanos: varón o varona como nos llama la primera Biblia en español, de 1600. Una predica al hombre como lobo del hombre y asume que todo comportamiento es válido para sortear las adversidades o satisfacer necesidades primarias. La razón le sirve como instrumento, pero solo para asegurar los logros del instinto. Otra, a la que me adhiero, considera a la razón como necesaria para hurgar sobre los hechos, pero asimismo para iluminarlos con los principios de la moral universal. Estos procuran la ordenación civilizada y proscriben toda acción que atente contra la dignidad de la persona, como la que la trata como si fuese una ficha de juego sobre los tableros del azar cotidiano o de la política.
Papa Ratzinger, el Emérito, oportunamente recuerda que ni siquiera los ilustrados racionalistas durante la Revolución francesa se atreven a aceptar que todo comportamiento es legítimo en la ciudad del hombre libre. Entienden que los seres humanos están sujetos a límites éticos, incluso suponiendo que Dios ha muerto: La coherencia existencial, el respeto hacia los otros, el ponderar lo bueno y enmendar el daño injusto, son máximas de humanidad inexcusables.
La cuestión viene al caso, pues más allá del encuentro en Oslo entre los emisarios del presidente encargado de Venezuela, Juan Guaidó, y los del usurpador Nicolás Maduro, las suspicacias y controversias muchas que ha suscitado tienen su origen en la consideración anterior.
Vaclav Havel negocia con la satrapía comunista que azota a su patria, Checoeslovaquia, exigiendo se acaten las reglas de la decencia humana: No comparte la mesa con ningún responsable directo de los sufrimientos de su pueblo. Se deslinda del mal absoluto, aun admitiendo que no puede exorcizarlo.
El Grupo de Lima, cabe decirlo, se debate aún entre el ser y el no ser, atrapado por las realidades netas, víctima del progresismo contemporáneo, de la civilización del descarte, y trabajando con aquellas a conveniencia. Antes que orientar desorienta a sus observadores.
En 2017 propone una “negociación creíble y de buena fe” para resolver nuestra crisis. Apuesta por “un acuerdo negociado entre ambas partes”: la oposición democrática y el régimen de Nicolás Maduro, a pesar de que ya es reconocidamente criminal para el mundo.
En 2018 prende las alarmas ante las elecciones ilegítimas que este realiza y le insta a no prorrogarse en el poder. Insiste, sin embargo, en resolver la cuestión “a través de una salida pacífica y negociada” entre partes equivalentes.
Hasta aquí todo en orden, en línea con la perspectiva maquiavélica dominante, ajena a los escrutinios morales.
El caso es que llegado 2019 obvia referirse a las negociaciones. Se expresa en neutro sobre “iniciativas políticas y diplomáticas” que permitan restablecer la democracia a través de un “nuevo proceso electoral” con “garantías democráticas”. El 23 de enero, aísla a Maduro y reconoce a Guaidó como presidente interino. Declara, para lo sucesivo, sobre un “proceso de transición democrática” que habrá de conducir “en el más breve plazo” a unas “nuevas elecciones”, con “garantías y estándares internacionales”, conjurando, al efecto, todo diálogo: El 4 de febrero, justamente, acusa al régimen usurpador por haber manipulado “los diálogos” para sostenerse en el poder.
La salida de Maduro se entiende para el 25 de febrero, entonces, como la condición indispensable para el restablecimiento de un clima que conduzca hacia unas elecciones libres. Mas el Grupo se contradice en su narrativa innovadora al demandar la ayuda del Tribunal Supremo de Justicia ilegítimo, encabezado por un criminal, siendo que el 4 de enero ha reclamado reconocer al TSJ en el exilio.
Lo central, a todo evento, es que sitúa a Maduro como la cabeza de la “violencia criminal”. Es el mal absoluto. No cabe darle tregua. Se trata de alcanzar, esta vez, la liquidación del Estado criminal que, al caso, es realidad dura, cruda y muda en 2017.
El 3 de mayo, por ende, denuncia “la protección del régimen ilegitimo de Nicolás Maduro a grupos terroristas que operan en el territorio de Colombia” y atentan “contra la vida e integridad del presidente Iván Duque”. Sin embargo, exhorta a Rusia, China, Cuba y Turquía –socios del usurpador criminal y cómplices de sus crímenes– para que ayuden al Grupo en sus esfuerzos para el “cese de la usurpación”. Acepta “que Cuba participe en la búsqueda de la solución a la crisis en Venezuela”.
El 18 de mayo, por si fuese poco, llama “presidente de Venezuela” al criminal usurpador.
El problema, por lo visto, no es Oslo. Tampoco negociar la salida de un régimen narcogenocida como el venezolano. Es, por ejemplo, la carga que, sin respeto por su dignidad, le hemos montado sobre los hombros al presidente Duque. Obviamos que asume el poder en Colombia a partir de un argumento que rechaza la paridad de trato entre el terrorismo y la civilidad, obra de los acuerdos de paz mediados por Noruega, con escala previa en La Habana.
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