Se define la procesión como el acto de “ir ordenadamente de un lugar a otro muchas personas con algún fin público y solemne, por lo común religioso”. Todos los años, en la pequeña comunidad donde vivo (muy cerca de la casa de Luis Herrrera Campins), los feligreses organizan la procesión de Semana Santa. El grupo de fieles recorre las calles de la urbanización entonando cánticos y llevando en hombros las imágenes sagradas. Durante su mandato, vi a Luis Herrera Campins encabezar la procesión en su parroquia con recogimiento y devoción, llevando en la mano un vasito de cartón con la vela encendida igual que cualquier otro vecino, cantando los himnos y rezando oraciones jaculatorias. Él podía hacer valer su condición de jefe del Estado, de presidente de la República para hacer lo mismo en Catedral o en San Francisco y protagonizarse, pero prefería acompañar y compartir con los vecinos su ensimismamiento espiritual sin asomo alguno de ostentación o de echonería; consciente, por el contrario, de que sometía la majestad de su poder político a un poder del espíritu superior al que ejercía desde el Palacio de Miraflores. Admiré la serena modestia de Herrera y el intenso regocijo de su fervor religioso, no obstante haberlo adversado políticamente mientras permaneció en el palacio.
Toda procesión sugiere la idea de marcha. Ofrece, en primer lugar, sus características litúrgicas, pero también puede asociarse a la peregrinación, a los éxodos, a las terribles y afligidas travesías por los calcinados caminos del espíritu o por los de nuestras propias desventuras. ¡También los desfiles militares son procesiones! A través del tiempo, el propósito de los que organizaban los antiguos romanos y los que todavía presenciamos cada año en Los Próceres no ha variado en lo esencial: mostrar la jactancia de aquel poder que, contrariamente, Luis Herrera se reservaba para sí mismo con humildad mientras participaba en la procesión de Semana Santa. Los romanos ondeaban estandartes con la imagen de águilas terribles y poderosas, lábaros y pendones, y exhibían a sus prisioneros como botín de guerra. Víctimas y victimarios marchaban por igual bajo las aclamaciones y el júbilo de la muchedumbre. Hoy, el régimen militar bolivariano solo muestra el poder de las armas, la petulancia de poseerlas, el envanecimiento de imaginar la admiración y el pavor que esas armas provocan en la población civil; particularmente en los feligreses que con una vela encendida acompañaban a Luis Herrera durante las procesiones de Semana Santa por las apacibles calles de mi pequeña comunidad.
Bajo el chavismo asistimos con dolor a otras procesiones, al éxodo de familias enteras; estudiantes, profesionales, industrias, empresas y corporaciones que se marchan del país organizándose en nuevas peregrinaciones; desfiles que congelan el corazón. ¿Cuál es esa patria que obliga a sus mejores hijos a convertirse en romeros, en tristes peregrinos alejados del país, separados como el viejo Anteo de la tierra que los nutre? ¿Qué patria es esta que nos dejó Hugo Chávez después de despedazar la mía, la que llevo por dentro? Una patria que exige ahora un carnet que nos identificará inútil y vergonzosamente una patria que no queremos por genocida, por estar vinculada, se dice, al narcotráfico. La interrogante que hoy nos planteamos al constatar la triste procesión de velas apagadas, el murmullo de las oraciones y la imagen de la Dolorosa que volverá a instalarse en su nicho a la espera de otra nueva y triste Semana Santa, no deja de ser patética: ¡Señor! ¿Por qué permites la presencia de estos militares y el genocidio de Nicolás Maduro?
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