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Yo primero, después la patria

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Me dejo atrapar por una impresión coyuntural, que me aterra en su desenlace probable.

La comunidad internacional, unánime, condena la dictadura de Nicolás Maduro, y la opinión nacional celebra el hecho, mientras el silencio mina a parte de los “voceros” que se dicen intérpretes de la oposición. Otros, claramente, señalan no estar dispuestos a hacerle comparsa al dictador y su simulacro de elecciones. Saben, finalmente, que la democracia no es fingimiento.

El país, presa de la ingobernabilidad, roto su tejido social, devastado por las mil plagas que desata el régimen madurista narco-criminal luego de distraerlo con sus parodias de diálogo, resta con un dolor ahogado, infinito, que le quema los tuétanos. Los hijos de la patria mueren de inanición o falta de medicinas, mientras legiones marchan en búsqueda de refugio en las fronteras, esperando que el cruel destino cambie tan ominoso rumbo.

Con sus matices y diferencias, los cuadros venezolanos de nuestro tiempo inaugural casi que vuelven, resurrectos.

Francisco de Miranda organiza desde el exterior las acciones para nuestra libertad, en 1806. Llama al pueblo y sus élites para que despierten del letargo. Solo encuentra soledad, indiferencia, mientras estas miran taimadas la mano del verdugo quemando en la plaza principal de Caracas el plan de gobierno, la bandera y retrato mirandinos. Es la claque que integran los Toro, los Palacios, los Tovar, a la cabeza los Bolívar, para quienes aquel –culto, extraño a los suyos, sin su pátina– es un obstáculo de sensatez. Prefieren aliarse a las autoridades españolas que soportar su intento de mando.

Sucesivamente, en vísperas de la Independencia, Venezuela se mira en dos espejos. Un congreso integrado por elementos discordantes, estimables, con intereses partidarios, autor de la declaración y la Constitución de 1811, y una Sociedad Patriótica que es “asociación voluntaria de puros y desinteresados ciudadanos, en la que se alistan Miranda, Lans, Espejo, Sata y Bussy y tantos otros varones verdaderamente esclarecidos, que toman sobre sí la divina misión de diseminar los buenos principios, uniformar la opinión pública y poner el país en el camino de su dicha”, según recuerda Pedro Gual.

Bolívar se hará de esta, al regreso desde Inglaterra. Y nuestros historiadores entonces solo reseñan la expresión célebre del amotinado –¡trescientos años no bastan!– o el discurso de Miguel Peña, que intima al Congreso para convencerle de proclamar, sin más, la Independencia.

Al año sobreviene el terremoto de Caracas, con gravosas consecuencias, similares a las de ahora y, como ahora, bajo un despliegue de traiciones y narcisismos que impiden atajar las primeras.

Casi describiendo el hoy, Miranda lo dibuja. “Agitada la provincia y aterrados sus vecinos de un terror pánico con las terribles convulsiones de la naturaleza, buscaban en los montes y en los campos un asilo, que, aunque les preservaba su existencia de igual ruina, la exponía a los ardientes calores del sol, a la intemperie y a todos los desastres que son consecuentes, representando a la humanidad el cuadro más lúgubre y sensible de que no hay ejemplo en los fastos del continente colombiano”.

El jefe de las tropas realistas, Domingo de Monteverde, incluso así, no encuentra piso favorable para su reivindicación. Miranda, que vive la Revolución francesa, busca enfrentarlo de modo inteligente. Se cuida de no tensar la cuerda, pues, como lo confiesa a Gual: “Nuestros paisanos no saben todavía lo que son las guerras civiles”.

El azar o el orgullo herido, empero, labran el camino a quienes con tozudez nos niegan nuestro destino, si no es el suyo.

Bolívar acepta con desagrado el mando de Miranda y su encargo de cuidar el bastión de Puerto Cabello, que lo pierde. Con retardo de 4 días, se entera este de la herida mortal en el corazón que sufre Venezuela («Tenez: Venezuela est blessée au caeur»), comenta a Gual. Se impone negociar con el enemigo, y ganar el tiempo que nos permita viajar a la Nueva Granada para apoyarla en su defensa y desde allí reemprender el regreso, agrega.

Pero el enemigo, doble como era de suponerse, como los Rodríguez maduristas, no cumple. Se burla de lo pactado.

Arrebatado por la frustración Bolívar hace presos con los suyos a Miranda. Lo entrega a Monteverde. Obtiene de este, a cambio, un pasaporte que lo deja libre para viajar y hacer luego, solo él, lo que sugería Miranda antes, quien purgará cárcel hasta la muerte, en Cádiz.

¡Ah!, yo vi a Venezuela en 1812 colocada entre la vida y la muerte, refiere Gual, y deslinda entre hombres y realidades. Washington, señala, nace libre y hace a su país libre. Bolívar nace súbdito, hijo de un absolutismo refinado e hipócrita. “Cuando el edificio social ha recibido un fuerte sacudimiento en sus últimos cimientos, de manera que casi se pierde la esperanza de volver a la vida civilizada, ninguno más capaz que Bolívar de entonar los muelles relajados, y restituirlos a su vigor prístino. Cuando un pueblo ha sacudido el yugo de preocupaciones envejecidas, y quiere regenerarse por las vías regulares, Miranda era el mejor calculado para mantenerlo en su noble propósito, defender sus derechos nuevamente adquiridos y darle instituciones protectoras”.

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