La peripecia vital de Teodoro Petkoff remite a un entendimiento del país y a una capacidad para descubrir la evolución de las coyunturas políticas, es decir, de las maneras de solucionar los problemas esenciales de la sociedad cuando se van presentando, que lo muestran como un personaje público de excepción. Debido a la posesión de una vasta cultura, de un amplio manejo de bibliografías, de ambientes universitarios y de relaciones con figuras de las artes y las ideas, se convirtió, después de décadas de praxis, en un hombre de pensamiento como pocos entre los líderes de los partidos del siglo XX, o de los que manejan la vida desde las alturas después de 1958. Pienso que estamos ante la cualidad esencial del grande hombre que ahora nos deja.
Los primeros años de militancia en las fuerzas del Partido Comunista, que lo lanzan a las lides de la propaganda y del activismo en círculos determinados por los jefes, son seguramente los del joven común que quiere ser evangelista consumado mediante la lectura de los textos sagrados sin caer en la heterodoxia, mucho menos en la apostasía. El elenco de muchachos denodados que quieren hacer la revolución según la cartilla, alejados de las extravagancias y ejemplos de disciplina, seguramente encuentre en el vigoroso catire de los años sesenta una de sus mejores encarnaciones. Es la época de destacar por las hazañas del coraje físico y por la intrepidez en el enfrentamiento con los agentes del establecimiento, enemigos jurados frente a quienes solo queda el camino de jugarse la vida. De allí proviene su primera fama, una celebridad que lo convierte en referencia nacional y en otras latitudes, hasta darle entre los suyos un lugar de vanguardia como recompensa por sus impecables traducciones de los manuales sacros y por la alternativa de convertirse por ellos en mártir o en actor de peripecias espectaculares, méritos de sobra para salir del montón y llegar a la cima de lo que quiere ser una nomenclatura como las clásicas.
Pero la trascendencia de sus aportes a la colectividad no dependió de mantenerse dentro del carril de la ortodoxia roja, sino precisamente en su lucidez al rebatirla hasta salirse del cauce. El Teodoro que más importa a Venezuela es el del rompimiento con las amarras originarias, pero no por afán de destrucción, sino por la búsqueda de una actualización que permitiera vínculos ciertos y concretos con las grandes masas de la población y con el mundo intelectual llamado progresista. Fue el descubridor de una pereza que no solo encontraba comodidad en la cabeza de los líderes mayores del comunismo nacional, sino también en el libreto de notables de ellos en el extranjero. Fue el explorador de plumas desconocidas y de artistas movidos por deseos de innovación, que acabó o pudo acabar con el fastidio de los clichés y de los repertorios grises que predominaban en la escena de los hombres públicos. De allí su propuesta de una renovación que salía de los confines domésticos para convertirse en desafío mundial. Crítico del comunismo antes del eurocomunismo, analista severo de sucesos aparentemente lejanos como la invasión soviética a Checoslovaquia, animador de debates sobre la necesidad de crear movimientos revolucionarios distintos a los del pasado y capaces de participar en los avatares de la democracia representativa no solo para vivir en su teatro sin quedarse en los rincones, sino también para ofrecerle aires vivificadores, lo sentimos como el primero de una generación diversa de dirigentes políticos, pero también intelectuales, que fundó una actividad política dinámica y diversa de veras, si se compara con la del pasado reciente.
¿Logró el cometido? Si juzgamos por su encierro de los últimos años, diríamos que apenas relativamente. Si hacemos memoria de los tumbos del partido que formó y del cual salió en estampida, no llegaríamos a una respuesta entusiasta. Si creemos que mirarse en el espejo del chavismo pudo conducirlo a una frustración de importancia, no le concederíamos la medalla de oro de la competencia. Pero la vastedad de su obra merece un análisis prolongado que no se detenga solo en las postrimerías, sino en lo que nos ofreció como posibilidad de vivir una vida distinta, en todo lo que él tuvo y tiene de desafío y promesa.
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