En Venezuela se ha venido imponiendo desde el gobierno un proyecto dictatorial totalitario creador de miseria e inseguridad, que como todos los de su especie aspira a perpetuarse en el poder apoyándose en la arbitrariedad, la represión y el control social.
Las dictaduras de todo tipo convocan elecciones con finalidades cosméticas. Esos comicios están diseñados para que siempre los gane el oficialismo. Es cierto que en el pasado hubo dictaduras perdedoras de elecciones, eso ha ocurrido cuando los déspotas de turno se sienten seguros de ganar y relajan los controles; eso le sucedió a Pérez Jiménez en 1952 y a Pinochet en 1988, por citar dos casos.
El chavo-madurismo, luego de su derrota el 6 de diciembre de 2015 decidió desconocer los resultados y suspender sine die cualquier proceso electoral que cumpliera con la legalidad vigente, la cual garantiza que sean justos, libres y competitivos. Ahora sabemos que tal suspensión era un interregno para buscar la fórmula de realizar procesos electorales burlando la legalidad en su convocatoria, realización y escrutinios con la finalidad de asegurarse siempre un resultado favorable a despecho de la voluntad ciudadana. Eso ocurrió con las regionales y municipales del año pasado. En Venezuela se puede votar, pero no se elige libremente.
El régimen ha decidido convocar las elecciones presidenciales cometiendo una serie de irregularidades que comprometen la libertad, la justicia, la competitividad y la transparencia.
Esa decisión ha concitado un ruidoso rechazo en el país y en la comunidad internacional democrática. Muchos Estados –por cierto, los más importantes– han anunciado que no reconocerán al gobierno producto de esos comicios.
La mayoría determinante de la oposición democrática: partidos, sociedad civil e individualidades han decidido no participar en esas elecciones por considerarlas, más que comicios, un simulacro electoral para garantizar el continuismo oficialista. Considero esa decisión justa y pertinente porque al oficialismo lo daña más una abstención potente y mayoritaria de la ciudadanía. La decisión de no participar será insuficiente si no va acompañada de otras decisiones y acciones.
Los venezolanos queremos votar, pero no participar en un fraude que lejos de resolver la crisis la profundizará.
Las fuerzas democráticas han decidido también reconstruir la unidad y crear un frente de unidad nacional para agrupar a todos aquellos sectores opuestos al continuismo y favorables al rescate del imperio de la Constitución. El frente, que se concretará en estos días, tiene la misión de servir de instrumento para salir del régimen y conducir la transición y construcción de un nuevo país.
En lo inmediato el frente debe elaborar un plan realista y pragmático para combatir los fraudulentos comicios convocados para mayo. Al respecto hay muchas ideas en el ambiente, corresponde a quienes dirijan el frente acoger las mejores.
Henri Falcón decidió, a contramano de la mayoría de la oposición democrática, participar en los comicios presidenciales anticipados bajo la premisa de que es posible derrotar al gobierno.
Su decisión es lamentable porque le hace el juego al régimen y contribuye a darle cierta legitimación a los comicios.
Es conveniente recordar que a Falcón o a cualquier otra opción contraria a Maduro solo le sirve ganar y tener capacidad para cobrar, aquí no vale lo de hacer un buen segundo.
Falcón se siente con la potencialidad de convocar a su favor el mayoritario sentimiento de cambio y revertir la desconfianza hacia el sistema electoral. Creo que se equivoca en sus cálculos porque: sobrestima su fuerza, su atractivo personal como líder –viene de perder en Lara en octubre pasado– y a sus aliados (el MAS y una parte de Copei son partidos muy débiles y desprestigiados); carece de la estructura y organización necesaria para defender sus votos en las mesas; rompió la unidad, que es un sentimiento muy caro al mundo opositor, y subestima la intención del régimen de imponerse a todo evento y al aparataje montado para garantizar su victoria.
Falcón tiene tiempo para recapacitar y no cargar con el estigma de colaboracionista de la dictadura y como un ingenuo, de méritos por demás terribles para un político.
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