Muchas veces en nuestro andar por la vida tratamos de entender cómo enfrentar los acontecimientos que día a día nos toca vivir. Desde diferentes puntos de vista buscamos la forma de entender nuestro entorno. Unos optan por la visión pragmática, lo verdadero a lo útil, donde los hechos y su consecución dan una explicación, muchas veces someras, de nuestro devenir histórico.
Otros se aferran a la esencia. Buscan el porqué de los sucesos en explicaciones inmateriales como una forma espiritual de entender acontecimientos, que distan muchas veces de la realidad que en verdad pasa delante de nuestros ojos.
Sin embargo, aunque pasamos de lo pragmático a lo espiritual, de lo esencial a lo real, dejamos de lado, en nuestra carrera desenfrenada por la vida, ver nuestra historia con ojos que nos indiquen que lo palpable muchas veces se puede apreciar en su esencia, sin dejar de valorar lo real de la vida, pero sin alejarnos de la espiritualidad de los hechos.
Aquí entra el sentimiento. Sublime, perfecto, necesario, doloroso. Lo material, lo que la banalidad humana le da forma, proporciones y peso, se va transformando en esencia, sentimiento, alma y magia. Comenzamos a valorar los momentos compartidos. Nos deleitamos con ver una sonrisa, sentir su proximidad. Le damos un nuevo sentido a la vida.
Y lo resumimos de la siguiente manera: que hay que creer. Lo que hacemos, lo que construimos, lo que sufrimos, nuestras alegrías, las personas que pasan por nuestra existencia, nuestro acontecer, nuestra historia, todo tiene un sentido. El destino nos va guiando hacia el puerto que deseamos atracar. Unos nos resistimos porque nos encerramos en un pragmatismo que nos da seguridad. Mientras otros exploran la espiritualidad, donde fortalecen su alma a través de las energías que absorben de su entorno. Pero al fin y al cabo los hechos que nos embargan nos obligan a detenernos y darnos cuenta de la realidad que se vive, para valorarla, apreciarla, amarla y sufrirla.