“La guerra no es simplemente un acto político, sino un verdadero instrumento político, una continuación de las relaciones políticas, una gestión de las mismas con otros medios”.
Klaus von Clausewitz, De la guerra
Todos los tratadistas de la guerra, de Sun Tzu a Clausewitz, por solo mencionar a los más célebres, insisten en destacar el papel preponderante del liderazgo en las guerras, sin olvidar que la guerra de las guerras es la guerra total, convertida en desiderátum del enfrentamiento bélico, desde las dos últimas guerras mundiales. En las que no combatían ni Estados ni naciones, sino pueblos enteros. Y cuya coronación es la guerra civil, objetivo primario de la política desde la Revolución francesa y máximo propósito desde que Marx y Engels declarasen la guerra de clases como motor de la historia. Con Lenin y Stalin, la guerra se nacionaliza y hace global, simultáneamente: el partido asume el comando ideológico, estratégico de la misma y el asalto al poder en todas sus expresiones se hace objetivo único y total para permitir la revolución, primero, y la dictadura proletaria, después, haciendo posible así el cambio absoluto y total del ordenamiento social. Un propósito solo inicialmente limitado a la sociedad al asalto –el socialismo en un solo Estado, reivindicó Stalin en pugna contra Trotski, que propiciaba la revolución universal y permanente. Pero en rigor, ya en Marx, la revolución es esencialmente global, universal. Es la profunda diferencia entre el capitalismo, enemigo mortal del comunismo, y el comunismo mismo: aquel es universal en esencia, un proceso de globalización desde el Renacimiento y los descubrimientos. Que explota y adquiere dimensión planetaria con el industrialismo. Este, una imposición subjetiva, objeto del delirio del dominio universal por parte del marxismo leninismo.
Son las dos profundas transformaciones del arte y los objetivos de la guerra, aparentemente contradictorias, aportadas por el marxismo leninismo: su interiorización y su internalización. La proclama que abre el Manifiesto comunista lo expresa de manera sintética, programática y categórica: “Proletarios del mundo, uníos”. El sujeto protagónico de la guerra universal a la que aspira la revolución es el proletariado. O, en su defecto, aunque siempre y cuando bajo la dirección del partido del proletariado, las masas oprimidas por el sistema capitalista imperante, también globalmente, en el mundo. Así, mientras el capitalismo crece, se expande y progresa impulsado por sus fuerzas motrices, permitiendo la prosperidad universal, el comunismo avanza a su rastra, con la intención de aniquilarlo para imponer una utopía que ha causado, hasta ahora, desastre tras desastres y un apocalíptico saldo de 100 millones de cadáveres. No necesitamos leer El libro negro del comunismo: los venezolanos llevamos veinte años experimentándolo en carne propia. Los cubanos, sesenta. Los nicaragüenses, cuarenta. Y no ceden.
Haber entrado por la puerta de la felonía y la traición de las fuerzas armadas y sus cuatro comandantes al ámbito de dominio del comunismo, en su versión castrista, con el respaldo consciente o inconsciente, voluntario o involuntario de una clase política mendaz, banal, corrupta y pusilánime, nos ha permitido el repulsivo privilegio de vivir y comprender la total asimetría que signa y determina las diferencias sustanciales de los contendientes de esta nueva forma de guerra. Los asaltantes pueden hacer y hacen uso de todas las armas posibles: la propaganda, los medios, la educación, las leyes, el parlamentarismo y el presidencialismo conjuntamente con el terrorismo y el crimen. Balas y votos. Un pie en la legalidad y el resto del cuerpo en la ilegalidad más absoluta. Financiando su campaña de asalto y desestabilización con los fondos y riquezas del Estado asaltado. Esgrimiendo las armas de la República y los sectores gansteriles que lo acompañan: los colectivos, los esbirros de los cuerpos armados, las narcoguerrillas colombianas. Periódicos, sindicatos, grupos organizados de la sociedad civil, partidos. Persiguiendo, encarcelando e incluso asesinando a sus opositores. Y last but not least, el concurso de tropas invasoras cubanas. Respaldadas ya abiertamente por Rusia, China, Irán y el talibanismo musulmán. Cuyas guerrillas ya se han aposentado en nuestro territorio.
Venezuela se encuentra en el nimbo de toda legitimidad existencial: su ciudadanía, expuesta al desnudo al arbitrio y la voluntad de supervivencia que le permite el régimen. Y, nolen volen, la complacencia del bloque opositor. Que se niega sistemáticamente a comprender la naturaleza bélica, mortal de necesidad del conflicto y termina entrando en el corredor de la muerte asumiendo el juego de la diplomacia de paz, los diálogos entre iguales, la componenda de los contrarios. Si aún faltaba la figura legitimadora de esta farsa mortífera, la oposición en pleno ha corrido a encontrarla: Juan Guaidó.
Nos hemos cansado de prevenir contra esta automutilación y de señalar que los únicos líderes a la altura del desafío y la realidad de esta guerra asimétrica a la que se nos somete desde las alturas del comunismo internacional: de Pekín a La Habana y de Moscú a Ciudad de México, son María Corina Machado, Antonio Ledezma y Diego Arria. Así como ese importante sector de notables personalidades independientes que comparten el diagnóstico que presentamos y se alinean en las filas de los antes mencionados. Bloque del que Leopoldo López se marginara por propia voluntad tras el poder ilusorio e inmediato de un interinato ficticio e impotente dirigido por el trasnochado y añejo liderazgo de la cuarta república y el objetivo histórico de montar un puente de salida de la dictadura, sin salir de los dictadores, sus verdaderos artífices. La cuadratura del círculo. Lo que hemos llamado “la sexta república”. Lampedusa en el Caribe.
Guaidó comenzó ofreciendo la primera parte de la solución. Ha culminado en seis meses su periplo convirtiéndose en la parte principal del problema. A la ingente suma de errores, que solo la indulgencia puede atribuir a su inexperiencia, se suma su nefasta negativa a abrirse verdaderamente al país opositor y no considerar otra base de sustentación que el de Voluntad Popular y el llamado G-4 –VP, AD, PJ, UNT– y la asesoría intelectual de Leopoldo López y sus sigüises. Cuando más necesitamos enseñarle al mundo nuestras capacidades y virtudes, subiendo al pódium de las Naciones Unidas a diplomáticos y políticos notables, de reconocida valía universal, decide enviar a representarnos a personajes inexpertos e improvisados en el complejo oficio de la diplomacia.
No lo invento: me lo han dicho reconocidos y afamados intelectuales, periodistas y diplomáticos apostados en Washington: el único diplomático latinoamericano reconocido mundialmente en la ONU y que ya forma parte de su tradición negociadora se llama Diego Arria. Su famosa fórmula para dirimir conflictos es parte del acerbo diplomático del planeta. ¿Compararlo con cualquiera de los miembros escogidos por Juan Guaidó para hablar en nombre de nuestra doliente Venezuela frente al mundo diplomático reunido en la ONU?
Por eso insisto: es vital conformar un polo opositor alternativo al que nos lleva por la calle de la amargura. No entenderlo es un crimen de lesa humanidad.
@sangarccs
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