En medio de aciertos y desvaríos la “oposición” venezolana es lo que es. No será diferente. Dos variables se lo impiden hoy, y hay la amenaza de que vómitos volcánicos tapen el espacio y densifiquen el aire, calcinándonos a todos.
Los cuerpos del régimen que nos oprime y sus oponentes, como lo afirma con extraordinaria lucidez Edgar Cherubini, ya no caerían solos y sin resistencias al vacío, con la misma velocidad.
No critico a la oposición por criticarla, pues para los demócratas, en especial para quienes cultivamos la libertad, construir libremente la democracia implica expresión y circulación de ideas, búsqueda y difusión de informaciones, posibilidad de indagar y cuestionar, exponer y reaccionar, coincidir y discrepar, dialogar y confrontar, publicar y transmitir.
Como reza la Declaración de Chapultepec, que rige a quienes integramos la Sociedad Interamericana de Prensa, “solo mediante la discusión abierta y la información sin barreras será posible buscar respuestas a los grandes problemas colectivos, crear consensos, permitir que el desarrollo beneficie a todos los sectores, ejercer la justicia social y avanzar en el logro de la equidad.
Por esto rechazo con vehemencia a “quienes postulan que libertad y progreso, libertad y orden, libertad y estabilidad, libertad y justicia, libertad y gobernabilidad son valores contrapuestos”. Rechazo, de suyo, el mesianismo, al dictador romano cuyo dedo salva o mata después de un espectáculo circense.
En la práctica de la democracia, solo sus enemigos cuestionan la crítica acre y dura de quienes hacen vida pública. En la contraposición dialéctica, a veces inclemente, fragua la opinión y se logra ver más allá de lo circunstancial. El ciudadano puede decidir en conciencia.
En la administración de Justicia ocurre otro tanto. Las partes que confrontan con dureza entre sí, mientras más vehementes ayudan al juez. Le aclaran mejor la verdad que ha de proclamar al término, pues tiene la posibilidad, como lo afirma Ortega y Gasset, de otear el bosque más allá de los árboles patentes.
El asunto viene al caso por cuestiones que me mortifican a diario y he cuestionado recientemente.
Una es el pedido de unidad que se le hace a la oposición e iluminar alternativas. Pedirle eso a los opositores venezolanos equivale a tanto como exigir a un grupo de secuestrados que se organicen y avengan para resolver el secuestro del que son víctimas. Para que los criminales o el cártel narcoguerrillero que les domina, armas en mano y bajo amenaza de muerte, cesen en sus despropósitos. Nadie se lo pide hasta ahora al pueblo cubano y ninguno se lo exigió a los rusos bajo el comunismo o a los alemanes sujetos a nazismo, si caben las comparaciones.
Los secuestrados requieren asistencia, comprensión, acompañamiento por quienes no sufren el secuestro. Por desesperados y hasta víctimas del agotamiento psicológico aquellos se inmolan o mantienen el temple y la esperanza. Y no pocos, al mejor estilo de Ingrid Betancur, en Colombia, prefieren ir al lecho con sus captores y mudar la violencia en romance.
Esa es la tragedia de los secuestros, y Venezuela está secuestrada.
La otra cuestión hace relación con el autismo opositor.
Los venidos de la escuela del siglo XX, los que trillan sobre el puente entre el pasado y el actual siglo, y los de la “generación digital”, tienen algo en común, y lo pagan con la pérdida de sintonía con el país sufriente, con sus mismos compañeros de secuestro. Y lo entiendo.
Los del pasado insisten en el monopolio de la política por sus profesionales y sus partidos. Vienen de la escuela “bolivariana” de Vallenilla Lanz, la del cesarismo democrático, que logra copar nuestro siglo XIX y la totalidad del siglo XX, incluso bajo el Pacto de Puntofijo. Miran a la sociedad en su conjunto como expresión de la antipolítica.
No entienden que la modernidad nuestra significó en la gente común, al término del siglo, madurez política y espíritu de crítica. El país pasó en 40 años de 3 universidades a tener más de 400 instituciones de educación superior regadas por toda su geografía. Renunció a la tutela de los políticos. Y la falta de una respuesta oportuna, la ausencia real de desconcentración del poder por estos, le hizo espacio al tráfico de las ilusiones, a Hugo Chávez, a otro hombre a caballo.
Los de la hornada más reciente son víctimas del narcisismo digital. Se dan abasto con los pocos caracteres de sus redes digitales, en las que bloquean a quienes discrepan y no les aplauden. Son practicantes a diario y al detal de la dictadura. Se miran en el espejo y después imponen.
No por azar, todos a uno, sobran excepciones, al no estar vacunados para el ejercicio de la democracia profunda, fundada en principios irrenunciables, que se nutre del diálogo y la confrontación y entre demócratas, dentro de los límites de la moral democrática, en uno y en todos ha prendido otra vez nuestra enfermedad congénita, la del chavismo, que no es distinta a la del perezjimenismo ni a la del gomecismo, salvo por lo más ominoso de la primera: la presencia del narcotráfico.
No hay desencanto, pues, con la democracia ni con la política, ni en quienes están en la patria, secuestrados, ni quienes sufren la pena del ostracismo como diáspora. Ambos solamente reclaman la calidad de la democracia y la humanización de la política, a saber, transparencia, consulta, respeto, solo para comenzar.
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