Imposible entender que, entre otras causas, gracias a los desencuentros de la oposición, el peor gobierno que hemos tenido a lo largo de toda nuestra historia, que incorporó el resentimiento y la venganza a la agenda diaria, que tiene desplegado un perverso sistema de represión contra la disidencia, que olvidó la palabra justicia, que arruinó al país, que nos ha llevado a niveles de escasez similares a los de Biafra, que se ve obligado a firmar contratos de lealtad con más de 16.000 oficiales de las FAN con el fin de tener una muralla de protección, que chantajea sin piedad con la cartilla del hambre a un pueblo que dice amar, pueda consolidarse en el poder, cuando más de 80% de su población rechaza cada una de las medidas que han sumido a Venezuela en una crisis terminal con metástasis incluida.

Es lógico suponer que, ante tan siniestra realidad, ninguno de los protagonistas de esta mala película pueda salir medianamente airoso ante una opinión pública absolutamente decepcionada. El régimen, porque su prontuario de ineficiencia, promesas incumplidas, corrupción, violación de derechos humanos y desprecio público y notorio hacia un pueblo que sufre por su culpa, lo descalifica; y la oposición, porque su incoherencia, sus desencuentros y un discurso sin aliento alternativo, colmaron la paciencia de ese más de 80% de venezolanos que sentimos la necesidad de un cambio para evitar la destrucción de Venezuela a manos de un régimen que nos aplasta y que con ensañamiento y alevosía ha creado un escenario compuesto por una oposición que, en cualquiera de sus versiones, ha sido ineficiente, cuando no cómplice por acción y también por omisión, en este largo forcejeo que dura ya casi veinte años con más derrotas que victorias.

¿Cómo explicar que después de una victoria tan elocuente como la obtenida en 2015, cuando la oposición logró arrasar en las parlamentarias, hayamos visto inutilizado el poder de la AN a punta de arbitrariedad y violaciones de la Constitución, y, en paralelo, el desplome de la MUD, hechos ambos que solo encuentran una explicación en la borrachera presidencialista que invadió en cuerpo y alma a quienes se creyeron predestinados para “salvar el país”?

Porque no hay que olvidar que fue en ese preciso momento que la unidad, representada en la MUD, perdió toda sindéresis y comenzó abiertamente a descoser sus costuras y a precipitar su caída, sin rampa de frenado para su salvación. Por eso hoy tenemos a una MUD a punto de recibir una boleta de defunción, vaya increíble paradoja, en medio del aplauso de buena parte de consumados y enfurecidos opositores que carecen de la humildad de reconocer que también sobre sus hombros reposa buena parte de la responsabilidad de encontrarnos en el barranco en que estamos, situación que con la mayor crudeza nos muestra a unos grupos que, desde su impotencia, apuestan por la irracionalidad de una invasión extranjera y son presas de la desesperación porque los marines no llegan; otros grupos que claman, de la mañana a la noche, por la renuncia de Maduro, y mueren todos los días en el intento; a todo lo cual habría que añadir el temor que tienen quienes han puesto todas las esperanzas en la comunidad internacional como mejor aliado de la oposición en sus propósitos de cambio, a que ese entusiasmo se desvanezca en el mar siempre inagotable y siempre cambiante de la diplomacia; también forman parte de ese peculiar paisaje los abstencionistas y quienes le niegan al voto su valor, porque todos los días engrosan las filas de los desahuciados al descubrir que la abstención no pasa de ser una quimera más y, a la postre, una postura que el régimen agradece en alto grado y, para cerrar el círculo del infortunio y las malas noticias, habría que añadir que en estos momentos no contamos con un liderazgo capaz de repetir, como Bolívar en Pativilca, “solo nos queda luchar y vencer”.

Hay momentos en la lucha política en que todo se distorsiona, en los que el discurso útil y claro no llega y en su defecto aparece una altisonancia llena de espejismos que cada día convence menos. Momentos en los que las acciones no conducen a ninguna parte y el liderazgo se ve rebasado por circunstancias que no controla por estar divorciado de la realidad. Cuando ese momento llega, como es nuestro caso, hay que ponerse serios y, con espíritu autocrítico severo, pasar revista a los hechos públicos y notorios que nos sembraron el camino de desesperanza, entendiendo y aceptando que no hay un solo grupo opositor que no tenga responsabilidad en esta tragedia que nos ahoga.

No hace falta recordar, supongo, que lo que tratamos de salvar es la democracia, la libertad y la posterior gobernabilidad que tendría que instrumentarse, mediante un gran acuerdo nacional, para reconstruir un país en ruinas, y esto no se puede lograr con una oposición atomizada y sin un plan de vuelo establecido con pautas de obligatorio cumplimiento; que de nada sirve una oposición sin tácticas y estrategias precisas y con un programa que, sin equívocos de ningún tipo, nos diga que en ella hay una alternativa de poder confiable y que, sobre todo, entienda que los obstáculos por vencer que quedan todavía ofrecen una resistencia de tal magnitud que hace imposible que sin un acuerdo unitario puedan vencerse.

Por lo tanto, llegó la hora de ponerse serios, de organizar el nuevo discurso que tiene que ser inclusivo, que con posturas malcriadas y caprichosas no se llega a ninguna parte, que cada uno de los movimientos opositores tienen que sentarse en un diálogo permanente que debe producir estrategias unitarias que son las únicas a las que el régimen les teme y con las que podemos lograr el cambio que Venezuela necesita. La hora exige sensatez, programación conjunta, pactos, acuerdos y convergencias, sintonía con la gente, sincronización y afinamiento. Las voces chillonas con arranques de histeria, no sirven. Hay un pueblo que se está levantando con vigorosas voces de protesta, cansado como está de tanto abuso y sometimiento comunista, al que hay que acompañar.

A pesar del funesto cuadro que tenemos frente a nosotros, la batalla no está perdida y la suerte de todo un país está dependiendo de la sensatez del liderazgo opositor en estos momentos, de una obligatoria reflexión que tendría que conducirlos, forzosamente, al único camino posible para derrotar tanto el estado de ánimo colectivo presa de una paralizante desesperación como a un régimen arbitrario, incompetente y corrupto que busca la destrucción de Venezuela, y ese camino no es otro que aquel al cual le temen todos los regímenes dictatoriales y totalitarios del mundo: la UNIDAD.

Ir en contra de este propósito es, pura y llanamente, una forma de colaboracionismo que un régimen como el que impera en este país premia y agradece. Encontrar el eslabón que logrará unir las piezas en discordia es una tarea imprescindible y de urgente solución, si es que en realidad se quiere evitar que el castrocomunismo, con todo su arsenal de aberraciones, abusos de poder, represión y corrupción, siga haciendo estragos en Venezuela.

Será bueno recordarle a Ledezma su gran frase cuando, a propósito de la Coordinadora Democrática, dijo: “Si no existiera habría que inventarla”; y a María Corina, cuando una vez refiriéndose a la oposición, dijo: “Somos mayoría”. Ambas frases hay que hacerlas realidad sin pérdida de tiempo. Tenemos con qué.


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