El dilema que se ha desarrollado entre los demócratas venezolanos, después del último período de protestas que fue ahogado por la dictadura en sangre, tortura y cárcel, para muchos no existe. Porque hay un convencimiento de que el voto es el principal medio de lucha del que cree en las libertades, y todo lo que gira en torno a él fortalece los valores cívicos. Pareciera que es imposible hacer ver estas verdades a los abstencionistas, y cada argumento que se usa en contra de los suyos tiende a generar mayor molestia y empecinamiento. Pero lo que más percibo no es un rechazo a las elecciones regionales con razones de peso, sino una profunda frustración que ha paralizado a muchos y los ha encerrado una vez más en su día a día. No encontramos la respuesta adecuada, aunque creemos que recordar lo que nos mueve a seguir luchando y nuestra tradición electoral puede aportar algo a la tarea de recuperar la democracia, porque, como dice el amigo Andrés Guevara: “El fracaso no es una opción”.
Los argumentos a favor de votar en este momento ya los dimos el 9 de agosto pasado en el artículo: “¿Debemos ir a las elecciones regionales?”; ahora quisiera recordar algunos aspectos del voto en nuestra historia.
Las elecciones a lo largo del siglo XIX fueron un escenario secundario en lo que respecta a la toma de decisiones, debido a que era el caudillismo el que tenía la última palabra. A pesar de ello, una parte de la población se atrevía a expresar su voluntad, mostrando que la política no era un ámbito exclusivo de los hombres de armas. Fue una siembra que poco a poco construyó la república. Sin duda, había que tener un gran coraje cívico para ejercer las libertades de imprenta y elección en un tiempo de predominio de la violencia. Los electores de aquellos tiempos realmente lo tuvieron difícil y nunca pensaron en que legitimarían a algún régimen, sino que era su derecho y no lo perderían al abstenerse.
En el siglo XX la Generación del 28 (y las que siguieron su ejemplo) no esperaron nunca cumplir con las condiciones perfectas para poder votar, como tener un órgano electoral prístino e imparcial, ni la autonomía de los poderes. Todo espacio que les permitía participar en la política era aprovechado, sin pensar que por ello se convertían en cómplices de los regímenes que querían cambiar. En comparación con ellos tenemos mejores condiciones y oportunidades, aunque siempre bajo la condición de una gran participación y la presencia de testigos en todas las mesas. En los tiempos de la democracia puntofijista la abstención fue la bandera de la ultraizquierda guerrillera. Y cuando los jóvenes cumplían los 18 sentían una gran emoción por ser la primera vez que votaban. Ni hablar del sufragio femenino, que fue una conquista reciente en la humanidad. Por ello: ¿cómo vamos a desaprovechar lo que ha costado tantos sacrificios y vidas?
La abstención, en momentos en que no existe otra clara alternativa de lucha y que en nuestro país vivimos una paralización de las protestas, y que pasamos tanto tiempo que se nos impidió votar desde las elecciones parlamentarias (no olvidemos el referéndum revocatorio, por no decir la demora de las regionales y municipales), puede fortalecer una temerosa pasividad. Una mayor atomización del pueblo que facilite la reconsolidación del poder de la dictadura. Así como el fracaso no es una opción, mucho menos puede ser la no participación en las elecciones del próximo 15 de octubre.