José Rafael Pocaterra es un nombre que suena a viejo. Pertenece a una camada venezolana que ya no habla como nosotros, que tiene algo viejo en la voz -aunque sea la voz escrita-, que se le escucha un acento que ya murió. Ese acento, a mí siempre me parece, contiene lo mejor de la venezolanidad. Es un acento austero, algo insular, aislado del mundo, pero sensible y sobre todo profundamente digno. Digo acento porque no encuentro mejor término, porque es algo que se transmite con la palabra, en cualquiera de sus formas, y que yo creo que en el fondo puede ser algo cercano al alma humana.
«Nací en Valencia, un 18 de diciembre«, dice en una nota autobiográfica. «No he sido niño prodigio, ni bachiller, ni toco ningún instrumento. Estudié solo, sufrí solo, solo luché contra el «trágico cotidiano». A mi madre le debo la vida; a los demás nada. Cuando murió mi padre todavía no terminaba yo de echar los dientes. Después la existencia me enseñó a tener colmillos y garras; más tarde la piedad humana me ha enseñado a sonreír«.
La suya es una historia perteneciente a otro tiempo, cuando ser escritor era otra cosa. ¿Consiguió tener una vida digna? Y, a través de su ejemplo, ¿podemos elegir no ser víctimas? Para responder a eso rescataré un poema que me fascinó sobre la ciudad que compartimos. El poema se llama Valencia, la de Venezuela, aunque otras veces aparece también con nombres como Canto a Valencia, o seguido de este añadido rimbombante: Glorificate la cittáfeconda. Lo importante acá es que es un poema largo, ambicioso y rebelde que Pocaterra escribió poco antes de su muerte con motivo del cuatricentenario de la ciudad y que resume toda su historia hasta 1955.
Ese poema es casi imposible de conseguir en su totalidad en la internet. Se encuentran pasajes en artículos que a veces ni siquiera tratan de él, sino de la ciudad. Se recuerdan algunos versos como si se trataran de refranes populares, o de una anécdota: se dice que existió un poema que decía esto. Como evangelios de una biblia apócrifa, legendarios textos herméticos. Y el anecdotario va más allá: algunos recuerdan la ocasión en que se concretizó en la voz de su autor, un mes antes de su muerte, frente al tercer dictador de su vida. Pero antes de llegar a ese poema, tenemos que pasar por la vida que lo llevó a escribirlo.
Volvió a mi mente Pocaterra desde que comencé a pensar sobre la pérdida de la dignidad, la decadencia objetiva, los futuros rotos. Últimamente he estado pasándola mal con eso, casi obsesionado con todas las maneras en las que mi vida podría salir mal. Una de las cosas a las que más le temo, de una forma kafkiana, irracional, es a acabar en la cárcel injustamente. Me produce de verdad ansiedad pensar en la gente inocente que acaba ahí, en la gente víctima de errores ajenos, en lo implacables que son los Estados, en la frialdad de la justicia humana, en el consenso que tenemos como sociedad al decidir que quitarle tiempo a una persona es el peor castigo posible.
Pocaterra escribió el libro carcelario más conocido de la literatura venezolana: Memorias de un venezolano de la decadencia. Por esta obra y las demás, el crítico y escritor Mariano Picón Salas lo reconoció como «el primero que desnuda hasta el espanto otra Venezuela violenta y miserable; cínica y frustrada«. Él estuvo preso dos veces y bajo dos dictaduras distintas: la de Cipriano Castro y la de Juan Vicente Gómez. La primera vez duró un año en distintos castillos de la época de los españoles. La segunda duró tres en la infame cárcel de La Rotunda. La primera, se entiende, fue formativa: tenía 18 años y aprovechó el tiempo y la diversidad enriquecedora de los distintos presos políticos para aprender con ellos griego, latín, inglés y leer a los clásicos que la censura permitía. La segunda fue más cruenta: torturas, enfermedades, muertes. Pero no por eso fue poco productiva: allí comenzó a trabajar en lo que años después sería una novela llamada La casa de los Ábila, poco a poco contrabandeando la obra enrollada en papeles pequeños, como si fueran cigarrillos, con la colaboración de un cabo de presos.
En La Rotunda estuvo recluida buena parte de la intelectualidad venezolana durante la dictadura de Gómez, y sabemos por sus testimonios lo que allí pasaba: veneno y vidrios en la comida, grilletes pesados de metal en los pies (ellos les decían grillos), técnicas o aparatos con nombres extraños que no quiero entender: «el cepo de campaña», «las colgadas», «el tortol», «el acial», «las pelas», «el apersogamiento». Hay cosas para las que no debería existir lenguaje.
«Mañana me aguarda algo peor que la muerte: la tortura«, dice Pocaterra en las Memorias… Cuenta también cómo se escucha lo que sufren los demás y el escarnio ajeno entra en cada celda: «Un segundo paró la música y estalló un alarido horrible, de animal enfermo, de ser apuñaleado en la noche; después de aquello se hizo infantil, casi sollozante, malcriado (…) Lloraba el muchacho de un modo pueril; llamaba a su madre”.
La espera de la tortura alienta pensamientos obsesivos, como si el cerebro creyera que pensando puede ahorrarle al cuerpo su destrucción. La locura, en sumo: «Me van a torturar dentro de algunos minutos… Esta noche… Con toda mi alma prefiero morir. Estrellarme los sesos contra aquella pared. Rasgarme la carótide con un pedazo de vidrio«.
Interior de La Rotunda (1936).
Al salir de la cárcel comienza lo que sería el largo pero intermitente exilio de su vida. En el barco con rumbo hacia Nueva York conoce a Mercedes, su futura esposa. Al arribar, sigue publicando artículos críticos pero los tentáculos de la dictadura venezolana hacen que decida irse a Canadá, donde trabaja para una compañía de seguros y enseña español en la Universidad de Montreal. Allí escribe los primeros capítulos de Memorias…, tiene dos hijos, entierra a Mercedes.
El prólogo de la primera edición de Memorias… ofrece pistas sobre su vida cerca de 1927. En él, Eduardo Santos narra un encuentro en Canadá y lo describe como un «proscrito que entre las nieves del norte piensa a todas horas en la patria de donde lo arrojó el despotismo». Si los tiempos no me fallan, dos años antes de este encuentro debe haber muerto Mercedes, entonces estamos leyendo también el retrato de un padre soltero. »Un hombre melancólico, a quien la desgracia ha dado una tristeza varonil y serena, tristeza que no se queja, pero que corre como un río profundo y callado a través de todos sus actos y pone una nota grave en todas sus palabras».
En 1929, siete años después de haber salido de la segunda cárcel, participa en una reunión de exiliados donde deciden planificar una invasión armada en contra de la dictadura de Juan Vicente Gómez. Ese plan, por supuesto, es uno de los desastres políticos más pintorescos de la historia venezolana: un montón de poetas, escritores, hijos de presos políticos muertos, gente que nunca había tocado un fusil, metidos en un barco alemán con la intención de arrebatarle el poder a la dictadura en un desembarco glorioso cual Normandía tropical. Militares desterrados, estudiantes y antiguos caudillos, conspirando desde el exilio para contrabandear armas -para sorpresa de la tripulación alemana- desde los puertos de Europa y con destino final e irrevocable hacia el Caribe y la libertad. Pero la dictadura ya estaba al tanto de sus planes y los recibieron con fuego.
Federico Vegas en Falke sintetiza el fracaso de la expedición con la siguiente línea sobre la muerte del comandante en jefe, Román Delgado Chalbaud: «Son las siete de la mañana. Tenemos dos horas en tierra y Delgado está muerto». Ante la muerte del líder, la desorientación de los reclutas y el retraso de los refuerzos que esperaban, Pocaterra (secretario de la expedición) decide zarpar y arrojar las armas al mar. Según él, quería evitar que la tripulación se amotinara y cambiara de bando. Esa decisión fue algo que muchos le recriminaron toda su vida. En Falke, el narrador reflexiona: «Sentí lástima por Pocaterra. Sus errores son tan inexcusables, tan incomprensibles, que rebasaban la cobardía, el egoísmo y la estupidez. (…) Pensé en preguntarle de una vez por todas: «¿Por qué carajo botaste las armas al mar?», y en ese momento se me ocurrió una respuesta: «No quería continuar con la farsa. Repartir más fusiles era entregarle más muertos a Gómez».«
Regresó, seguramente denostado por buena parte del exilio venezolano, a su destierro en Canadá. Vuelvo a recuperar parte del perfil que se hace de él en los años de su primer exilio en la primera edición de las Memorias…: «Pocaterra toma en serio la vida, porque ha recibido sus golpes, porque ha sentido caer sobre su patria y sobre su propia existencia todo el peso de una suerte cruel; porque la dictadura no ha sido para él un concepto literario, sino el duro horror de una prisión de donde con la justicia huyó la misericordia; ni el destierro un tema teórico, sino la atroz realidad de no tener patria. La soledad, la meditación y el estudio le han forjado un alma en que la desgracia no ha matado la emoción ni han logrado los golpes adversos del destino apagar la luz del ideal».
En 1934 se casó con una canadiense veinte años menor que él, Marthe Arcand, y dos años después tuvieron una hija con el nombre poético y revelador de Soledad. Canadá parece una pausa, porque toda su producción creativa continúa anclada en Venezuela («Mis personajes piensan en venezolano, hablan en venezolano, obran en venezolano«), pero al mismo tiempo su única vida real en progreso: «Hubo una época en que José Rafael sólo habló conmigo», recuerda Marthe. »Fueron cinco años y creo que fueron los más felices de su vida, porque se dedicó a lo que más amaba, la literatura, el estudio, la tranquilidad«.
Luego de la muerte del dictador, en 1936 vuelve a Venezuela por unas semanas y visita su tumba, pero no sería hasta un par de años después que regresaría para asentarse. Ese mismo año del primer breve regreso, Andrés Eloy Blanco, otro de los presos ilustres de La Rotunda, dijo esto en un acto en el que se deshicieron de toneladas de aquellos grilletes desde otra de las cárceles que tuvo en común con Pocaterra, el Castillo San Felipe de Puerto Cabello:
«Hemos echado al mar los grillos de los pies. Ahora, vayamos a la escuela a quitarle a nuestro pueblo los grillos de la cabeza, porque la ignorancia es el camino de la tiranía. Hemos echado al mar los grillos en nombre de la Patria. Y enterraremos los de la Rotunda. Será un gozo de anclaje en el puerto de la esperanza. Hemos echado al mar los grillos. Y maldito sea el hombre que intente fabricarlos de nuevo y poner una argolla de hierro en la carne de un hijo de Venezuela».
El nuevo gobierno de Eleazar López Contreras había demolido la infame cárcel de La Rotunda. A su regreso, Pocaterra volvió ejerciendo distintos cargos públicos en sucesivos gobiernos: congresista, presidente (ahora gobernador) del estado Carabobo, embajador en Brasil y Estados Unidos… Todo parecía haberse arreglado, finalmente en una vida marcada por tanta inestabilidad se encontraba ahora en una posición redimida. Pero en 1950 el presidente de la Junta Militar de Gobierno, Carlos Delgado Chalbaud, el hijo del líder muerto en aquella expedición del Falke, fue asesinado. Este magnicidio echaría a andar los engranajes de la historia que condujeron a Venezuela a otra dictadura: la del general Marcos Pérez Jiménez. Tuvo entonces la buena previsión de volver a Canadá antes de que el país entrara en otro periodo lleno de cárceles y torturas. Las argollas de hierro, y tantas otras cosas más, volverían a las carnes.
En 1955, estando la nueva dictadura en su tercer año formal, se celebraba el cuatricentenario de Valencia. La verdad es que no se sabe a ciencia cierta cuándo se fundó la ciudad, amén de los saqueos de los piratas durante sus primeros años y de los incendios de los archivos españoles, pero la fecha escogida tuvo que haber sido más o menos la real: el 25 de marzo de 1555. 400 años accidentados donde Valencia había sido desde provincia triste, a capital cíclica de conjuras conspirativas, hasta promesa del desarrollo industrial. Tan sólo 400 años, sin ahondar en los miles atrás y en los misterios de las gentes que habitaban ese lugar antes de llamarse como se llama y convertirse en lo que es. 400 años, una fotografía que él quiso tomar.
Su Valencia, la que aparece en varios de sus cuentos, lo convocaba nuevamente. Las autoridades locales querían que fuera el orador en una sesión extraordinaria del Concejo Municipal con motivo del aniversario de la ciudad. Estaría presente incluso el dictador y esto tuvo que haber ocasionado tensiones. Pocaterra, el viejo conspirador que desde sus escritos criticaba no solo a las tiranías sino también a las sociedades hipócritas y conformistas que las mantenían, regresaría para hablar. Dice el historiador Luis Cubillán Fonseca que Pérez Jiménez era reacio a admitirlo de vuelta al país, pero uno de sus colaboradores lo convenció: «Déjalo entrar, porque este es el canto del cisne», refiriéndose a una antigua creencia griega según la cual los cisnes cantan antes de morir.
«Le vimos ya tocado por la muerte, roído por el cáncer que le derribaba, sin perder nunca su viril humor», recordaba Picón Salas. »Asombró a las gentes con algo tan desusado dentro de nuestra tradición literaria como aquel discurso en verso durante el centenario de Valencia en que se arremolinaron -como en un delirio preagónico- su pasión, sus recuerdos bravíos, las imágenes sueltas y legendarias de la historia provincial, sus odios, sus amores y hasta sus ripios (…)».
El poema que leyó, Canto a Valencia, estuvo a la altura de su vida, no era una construcción vacía o complaciente y su materia sigue tocando varios nervios atávicos de la ciudad y el país que los dos compartimos con tantos años de por medio. Afortunadamente hay fotos de la ceremonia, a él lo vemos con papeles en las manos y de pie frente al micrófono, a pocos metros del dictador, la clase alta valenciana y militares como el gobernador del estado. Solo tenemos que imaginarnos sus caras cuando este hombre ahora anciano terminaba su primera estrofa así: «Y bajo el manto de tus lutos/ Penden tus pechos flácidos/ Donde el hocico de los brutos/ Agotó tu leche civil”.
«¿De qué te quejas, tierra mía,/ y a quién, en tus imprecaciones?/ ¡Que Venezuela apenas ya nacía/ y portaba galones!/ Si apenas echó a andar/ Por el camino de sus ilusiones/ Y ya marcaba el paso, el paso militar”.
Lo que lo salvaba, la excusa a mano, era no referirse al actual tirano sino a cualquiera anterior. Buscarlos en la historia no era difícil, en 65 años Pocaterra ya había visto tres dictaduras en Venezuela. El símil entre los de ayer y los de aquel momento bastaba para tratarlos a todos. Tal atemporalidad tenía la historia, tan maldita era la tendencia cíclica a caer en lo mismo una y otra vez, que al Pocaterra rememorar siglos pasados, más de un tirano en esa habitación debió haberse sentido aludido. También lo ayudaba su condición de solitario, de club conformado por un solo hombre: «Es difícil tratar de encasillar a Pocaterra como miembro de un grupo político pues, como ya hemos dicho, fue básicamente un individualista«, recordaba su amigo Enrique Tejera.
Hay también un hilo conductor que denuncia las migajas del poder central, acorde a una polémica muy viva en su momento: la lucha por la reapertura de la Universidad de Valencia, clausurada en 1904 por la dictadura de Cipriano Castro (la misma que lo encarceló por primera vez). «Pero tú, no. No pidas, nunca implores/ con zalamera boca cortesana/ lo que te deben las generaciones;/ y a ingratos, menos… Que no son favores/ los que compren a gente valenciana”. De esa forma pasa facturas que debió haber estando guardando ya desde su época como gobernador del estado: «Villa de la agonía/ en los largos asedios./ Villa con sed y hambre de justicia,/ Tierra desventurada,/ Y más amada cuanto más sufrida/ Y más sufrida cuanto más amada:/ Jamás sobre su frente la caricia/ Que ennoblece la vida:/ Promesas… intenciones… ¡luego: nada!”.
La protohistoria de la ciudad, agrupada bajo un apartado llamado La crónica, se cuenta con una fuerza inaudita, crítica, en un relato fundacional absolutamente magistral: »A dos siglos escasos la indiada/ cayó cara al suelo, sumisa;/ negros formidables trajo la mesnada/ que azotaba esclavos y ayudaba a misa./ Era la gente blanca,/ era la gente brava/ que traía a Cristo con una carlanca/ y que diariamente lo crucificaba./ El rejo torcido y el cepo y la tranca…/ Codicia borracha/ de medro: y es de allí que arranca/ forjada en lujuria, pavor y desgracia/ la progenie…«
Contrario a lo que puede parecer por estos extractos, su reivindicación no es una alusión fastidiosa a la ilegitimidad de celebrar tal cosa como la fundación de la ciudad, no es una polémica sobre lo que hoy llamarían «los pueblos originarios», no. Es más una aceptación de su falla de origen, uno de tantos pecados originales valencianos que aparecen en el poema: posicionarse con los Realistas durante los primeros momentos de la guerra de independencia, el apoyo a Páez en detrimento de Bolívar, ceder ante la seducción del poder en tantas otras ocasiones.
De esta manera se logra hacer una reflexión bastante más profunda sobre los influjos de los pueblos y la naturaleza errante de quienes allí se asientan. Él, mestizo que tenía por segundo apellido MacPherson gracias a su bisabuelo de la Legión Británica, no podía encontrar una identidad americana distinta a eso. «¿Los inmigrantes? Ojala que sigan/ Llegando por torrentes/ Que, digan lo que digan,/ Son inmigradas todas nuestras gentes:/ (…) Las fuentes de las razas son benditas:/ ¡el primer inmigrante fue Bolívar!«
Su romanticismo no nace de la negación de las partes tristes de la historia sino de su plena incorporación: «Comienzan tus anales/ Y reza así el capítulo:/ «Villa mediana de medianos medios»/ y con gentes católicas;/ con muy feraces predios/ para sostén del Culto; indios ladinos/ reciben enseñanzas Apostólicas/ y componen caminos»…/ Y más abajo agregan las mayólicas:/ «muy pocos negros y los que hay, doctrinos».
Desde este reconocimiento del vicio, del pecado y la maldad, logra sacar una fuerza vital que sugiere que no estamos necesariamente condenados por el pasado. Nos dice que la transitoriedad puede significar algo distinto a la decadencia, que podemos reconceptualizar nuestro miedo al paso del tiempo para depositar en él nuestra esperanza. Y que, mientras eso no pase -o si eso nunca pasa-, seguimos sin ser definidos por esas circunstancias. Ahí es donde está la fuerza del mensaje: a pesar de todo hay cosas que siguen valiendo la pena, ni los peores tiempos han logrado que acabara sus días siendo resignado y amargado, derrotista y escéptico. Ha elegido también no olvidar. Y por eso también sufre, porque se niega a que las circunstancias determinen su esperanza y su identidad. Sigue sintiendo que otra noción de patria vale la pena en el mismo suelo donde lo encarcelaron, torturaron y persiguieron. A esta idea de que pase lo que pase la gente y las cosas tienen un valor inalienable también se le conoce como dignidad.
«No es la cuestión de espada/ Ni la civil cuestión,/ Los déspotas de toga o de macana,/ De sable o de bastón…/ Que lo que importa es la persona humana/ Y en la persona, la Nación”.
Cierra el largo poema con una especie de consejo a Valencia que se lee en realidad como un voto a futuro, una receta que parece también decirse a sí mismo. Quizás, nos confiesa lo que lo salvó, aquello que en las peores circunstancias constituía el entendimiento de su dignidad: «Trabaja y sueña, que soñar es bueno;/ trabaja y piensa, que pensar consuela./ No ames ni esperes lo que ya es ajeno,/ Madre eres tú: pariste a Venezuela«.
Una publicación de la época reseñó el evento así: «El discurso de Orden estuvo a cargo del escritor José Rafael Pocaterra, el cual se extendió sobre los orígenes y evolución histórica de la ciudad en un largo y hermoso poema que mereció el caluroso aplauso de todos los presentes«. Y entonces agrega inmediatamente, como desmintiendo: «El coronel Pérez Jiménez fue el primero en felicitar al orador«.
Un mes después, en abril de 1955, Pocaterra murió en la ciudad de Montreal. A los pocos días sus restos regresaron a Valencia y se dice que el velatorio, realizado en el mismo edificio donde se dio su discurso, fue muy concurrido. Se cumplió así su deseo expresado en el Canto: «Y ya viejo preterido, solo te pido un pedazo de mi tierra natal para mi olvido«.
Sobre los últimos años de Pocaterra es poco lo que se puede ver en la internet. Da la impresión de que a pesar de haber sido un hombre tan expuesto a la opinión pública su esfera personal se mantuvo rotundamente privada. Como si su vida hubiera sido pública por desgracia.
Hay una posibilidad para rellenar esos últimos años que nos son esquivos y arrojar luz sobre varios episodios de su vida. Según descubrió el periodista Edyardo Fuenmayor Guathier, existe en el Centro de Archivos de Montreal un Fondo José Rafael Pocaterra conformado por «su testamento, correspondencia, documentos de sus distintas misiones diplomáticas (Colombia, Estados Unidos, Rusia, Gran Bretaña), manuscritos y libros de su biblioteca personal». Son cuatro cajas de material donado por su viuda, Marthe Arcand, en 1970. Todo muy alentador si no fuera porque «Al realizar la donación, Marthe Arcand estableció como condición que el acceso al Fondo Pocaterra permaneciera restringido durante lo máximo que permite la ley en Quebec: 100 años”. O más exactamente: «100 años para el testamento y los documentos oficiales, 75 años para los manuscritos y las cartas”.
Ese recelo parece haber tenido la intención de proteger la memoria pública que se tiene de él hasta que se cerraran heridas que, aparentemente, no estaban cerradas en la Venezuela de los setentas.
«Eventualmente —y esto apenas está en evaluación tras mi solicitud— solo podrá accederse en los próximos años a los recortes de prensa, los libros y las dos placas. Para el resto, habrá que esperar hasta el año 2035 en adelante«. En teoría, cualquier miembro de la familia Pocaterra podría autorizar la desclasificación de los archivos, pero como solo la difunta Marthe Arcand aparece en los registros, no tienen a quién contactar. Una búsqueda de Soledad Pocaterra Arcand nos arroja un obituario en francés, informándonos que murió el 12 de marzo de 2017, a la edad de 80 años, en la ciudad de Montreal, y la sobrevivieron sus cuatro hijos y su nieta. Entre los hijos de Soledad hay varios con nombres en otra lengua. Su foto es pacífica y por los comentarios parece que lo hizo bien, que fue querida.
El año pasado en Valencia, en un evento por su natalicio lindamente titulado: «Volver a casa. Memorias de José Rafael Pocaterra«, uno de sus nietos -asumimos, de su primer matrimonio- reveló un poema inédito que fue escrito para su hermano, el único de sus nietos que Pocaterra llegó a conocer, nacido justo el día volvió a Venezuela para dar su discurso. Ese poema de abuelo contiene esta frase: «Porque la vida es la batalla de realizar su propia esencia«. Si esa fue la vara con la que acabó midiendo su vida, entonces su esencia fue realizada precisamente a través de -y gracias a- la batalla que hace que hoy lo recordemos. Me pregunto si los hijos de Soledad, o aquella nieta, entienden el tamaño del azar que llevó a que existieran y lo improbable que le hubiera parecido a un joven huérfano de padre, pobre y encarcelado en mazmorras tropicales, la idea de que parte de su descendencia sería canadiense, próspera y libre.
Cuando se ve el devenir humano que lo sobrevivió, los pozos de sus varios episodios trágicos parecen mucho más transitorios. Sonrío porque me da una sensación de paz al final, de resolución serena a través de sus hijos y nietos. Me pregunto si no será así la vida de todos nosotros si nos remontamos lo suficiente en el tiempo. Descenderemos, seguramente, de gente cuya vida pendió de un hilo, solo que lo vamos olvidando porque nosotros también somos los nietos de los hijos con nombres extranjeros.
Nos lo imaginamos entonces parado, estóico, en la nieve. Un abrigo largo, negro, con algún niño agarrado de su mano. Rodeado de gente que no hablaba como él, para quienes sus referencias no significaban nada. Castro, Gómez, Bolívar, Valencia. Extranjero al fin. Quién sabe si amargado por la intuición del futuro que se le truncó, del destino que en otras circunstancias habría podido cumplir. Quizás, al final de su vida, admitiendo que el destino es solo aquello que sucedió, y que los sueños ya cumplen su propósito al ser soñados. Me gusta imaginarlo así, resuelto a no ser una víctima.
Su discurso en Valencia fue el canto de un cisne que nos dejó un poema como auténtico relámpago final, uno que debemos entender como uno de sus personajes al intermitente pero constante relámpago del Catatumbo en Tierra del sol amada: «Me imagino que él soy yo, es usted, somos nosotros, los de aquí… Es nuestro carácter, nuestro modo de ser: brillo sí, pero de un instante, de un segundo, ¡un relámpago pues!, como si le hubiesen encargado hacer constar, por raticos, que la luz existe… Así somos, brillantes por momentos, sin saber por qué ni de dónde ni cómo nos viene el brillo… Pero sin estabilidad ni firmeza, ni permanencia… Queremos un rato; reímos otro rato; admiramos otro ratico… Luego, ¡nada! Siempre el relámpago, la luz que se mete en la noche, y esa sí es permanente entre nosotros, siempre…«
Ser la luz que se mete en la noche, y me pregunto si hay misión más digna en la vida que esa.