COLUMNISTA

Planta baja

por Sergio Monsalve Sergio Monsalve

Luis Alberto Lamata sorprende al país con una ópera prima indeleble, Jericó, una de sus dos obras maestras. La segunda la filma tiempo después en su período de madurez.

Taita Boves expone la fuerza del historiador en la imagen de un caudillo violento y corrompido, cuya radiografía interpela a la contemporaneidad del culto a la personalidad en tiempos de Chávez. Por tanto, un filme estudiado por la academia como un documento valioso del tercer milenio. Los intelectuales venezolanos analizaron el impacto de aquella pieza, magníficamente interpretada por Juvel Vielma.

Pero de inmediato, como quien cambia drásticamente de registro y postura, el cineasta estrena Bolívar, el hombre de las dificultades, uno de sus largometrajes fallidos y amoldados a la ideología del poder socialista.

No en balde, Nicolás Maduro alaba el espanto audiovisual protagonizado por Roque Valero, ícono de la farándula domesticada por el PSUV, a punta de contratos y prebendas.

Políticamente, la visión del autor puede anclarse en la diferencia abismal de ambos títulos: un rato con el gobierno y el otro con la oposición, tal como diría Grateloracho en el famoso semanario humorístico El Camaleón.

En tal sentido, el dilema del realizador caraqueño simboliza un arquetipo de la industria nacional de producción de contenidos, bajo la línea editorial del mecenas de turno.

Así, la personalidad de Lamata se diluye, como la de cualquiera de sus colegas del medio, al verse en la urgencia de trabajar al servicio del mejor postor, grabando desde telenovelas hasta encargos del inquisidor ministro Farruco Sesto, promotor de censuras y listas negras en la Villa del Cine. El arquitecto se molesta con Diego Rísquez por su adaptación libre de la biografía de Miranda.

En específico, el puritano y mezquino funcionario no tolera el humor, el desparpajo erótico del personaje y la plasmación de su entrega, a cargo de un traidor Simón, erigido en padre de la patria. Entonces, los torquemadas exigen el desarrollo de una versión oficial del prócer, en una depuración estalinista de un alto costo económico. Derrochan dinero, de manera innecesaria, a expensas de una supuesta obra de reivindicación.

Se presta Luis Alberto a un ejercicio de corrección y manipulación de la memoria, al ejecutar el monumento kitsch de su Miranda regresa con el porno galán Jorge Reyes. Vaya paradoja.

VTV transmite el ingenuo lavado de cerebros en cadena nacional y hoy la utilizan de protector de pantalla de cuanto experimento catódico se inventan para abultar la cuenta de la fulana red de medios. Puro cuento chino y coreano (del norte).

La carrera bifurcada de Lamata retorna a la actualidad por el lanzamiento de Parque Central, una cinta de vidas cruzadas y cortometrajes hilados por una escritura entre seudopoética, demagógica, ingenua y cursi.

Las irregularidades del creador se resumen en la descompensación de una antología de relatos de costumbres, inspirados en alguna realidad difusa y ambigua, pues el ánimo complaciente siempre amortigua el impacto de la trama sobre el espectador.

Parque Central, con su colección de cromos y estereotipos, parece dirigida a un público tan infantilizado como la representación condescendiente del romance de dos personas con síndrome de Down. Una incómoda voz robótica comenta y conduce sus encuentros y desencuentros. Van juntos al Museo de los Niños. Uno trabaja en un supermercado Bicentenario donde no vemos colas y anaqueles vacíos. Comunican sus mensajes de amor por los celulares pequeños y rojitos de Movilnet. El único obstáculo es el de una madre sobreprotectora y castradora. Por lo demás, la discapacidad se integra perfectamente en un país desconocido e inverosímil, ubicado en una de las torres del contexto del argumento.

Grosso modo, el guion comparte una suerte de código parental, una especie de filtro de Conatel.

Por tal motivo, el libreto gusta en afirmar una moral ciudadana de ley constituyente, celebrando los actos de bondad