En Rusia existe un proverbio conocido popularmente como el relato del pez mágico. El cuento lo recoge Bill Browder en su libro Red Notice. Un día un pobre aldeano se encuentra con un pez mágico que habla y está listo para concederle un solo deseo. Lleno de alegría, el aldeano sopesa sus opciones: ¿Debería comprar un castillo? ¿Mil barras de oro? ¿Un barco para navegar por el mundo? Cuando el aldeano está a punto de tomar una decisión, el pez lo interrumpe para decirle que hay un detalle importante: cualquiera que sea el deseo que se conceda, su vecino recibirá el doble de lo deseado. Sin perder el tiempo, el aldeano dice: «En ese caso, saque uno de mis ojos».
El relato tiene una moraleja que no puede ser perdida de vista y que oportunamente apunta Browder: cuando se trata de dinero, una parte de la especie humana tiende a sacrificar su propio éxito con tal de hacerle daño a su vecino.
Esta reflexión es propicia dentro de la Venezuela actual. No son pocas las cicatrices que ha dejado el chavismo. Y como toda cicatriz la huella indeleble trae consigo un dolor complejo que no siempre es superado. Una de las cicatrices más dolorosas que tiene nuestra sociedad en estos momentos se dirige hacia nuestra cultura de negocios. Y, concretamente, hacia la posición que no poca parte de la clase política y la ciudadanía tienen hacia la empresa privada y la libertad económica.
A raíz de la divulgación del Plan País el tema del cambio del modelo económico ha cobrado auge de nuevo. Porque si algo está claro, o debiera estar claro, es que una buena parte de la desolación venezolana obedece a su estructura económica. Por supuesto, no es el único factor, pero sí es uno de peso en el naufragio.
De allí que sorprenda y preocupe la marcada aversión de algunos funcionarios y parlamentarios que ahora, en su papel de reformadores, no abracen abiertamente las ideas en pro del mercado, la empresa privada y la libertad económica. Después de dos décadas de chavismo y de cuarenta años de socialdemocracia y democracia cristiana estatista -con diversos grados para ser justos-, es un desacierto creer que un Estado grande e hipertrofiado, que un Estado empresario puede realmente reconducir a Venezuela hacia el sendero del desarrollo.
Hay quienes plantean que el liberalismo de nuevo cuño simplemente pontifica a Friedrich von Hayek y califica de socialista a todo aquello que derive del Estado. El simplismo, por supuesto, es extremo, porque nada se halla más lejos de la verdad. Ciertamente, una de las grandes paradojas y complejidades del pensamiento liberal estriba en su relación de tensión permanente entre la coacción del Estado, su existencia, y el libre albedrío del individuo. Ello es indudable, y si hubiese una solución última a este debate, pues ni siquiera tendría sentido la discusión.
En el caso venezolano, sin embargo, la disyuntiva es mucho más terrenal y vernácula. La hermenéutica de la libertad lejos está de ser el punto focal. Por el contrario, lo que se percibe, lo que se sospecha, lo que se olfatea, es que existe un rechazo no menor hacia la posibilidad de que la balanza del Plan País se incline hacia la promoción del sector privado, porque, al final de cuentas, se desconfía del empresario, del mercado, en suma, del sistema de libertad económica.
Pareciera que se prefiere poner el peso en el lado del Estado tuitivo y parental, protector del ciudadano desposeído frente a una avalancha de barones oligarcas despiadados que básicamente secuestrarían la economía, como la Rusia que describe Browder en su libro. Por supuesto, sin instituciones sólidas y sin Estado de Derecho el sector privado por sí solo estaría sujeto a numerosas carencias y debilidades. Pero para que esas instituciones y el Estado de Derecho puedan existir, el espacio de lo público debe ser vaciado de los vicios de captación de renta -saqueo y expoliación- que terminan por envilecerlo.
A diferencia de los últimos sesenta años, hoy día la opinión pública se ha democratizado más y permeado a través de las tecnologías digitales. Ello ha forzado a que los defensores de la franquicia socialista se vean más vulnerables, por lo que no bastan las solidaridades automáticas partidistas para desmontar las incongruencias y desmanes que en muchos casos se plantean como mitos inalterados y paradigmas intocables que durante décadas destruyeron al país. Para nuestra fortuna no son pocos tampoco los ciudadanos convencidos de que el capitalismo, a pesar de sus defectos, tiene más virtudes que la que una parte de quienes nos gobiernan están dispuestos a reconocer.