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La peste de Venezuela

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El propósito del Pacto de Puntofijo fue superar, en 1958, la verdadera peste venezolana: nuestra generosidad hasta para los odios.

Rómulo Betancourt, aleccionador, afirma que “el ‘yo acabaré con los godos hasta como núcleo social’, de la conocida frase del autócrata, que se exhibía con externo atuendo liberal, es expresión que tipifica esa saña cainita que ha dado fisonomía a las pugnas interpartidarias en Venezuela. La coalición ha significado y significa la eliminación de ese canibalismo tradicional en nuestro país en las luchas entre los partidos, realizadas en los limitados intertulios democráticos, paréntesis fugaces entre largas etapas en las que se impuso sobre la nación el imperio autoritario de dictadores y de déspotas”, finaliza.

El realista deslave de inhumanidad que muestra el documental de Gustavo Tovar, que describe al chavismo como la peste del siglo XXI, haría buenos frutos si hubiese despejado –que no lo hace– el aspecto crucial del problema, a saber, el de los odios intestinos en la Venezuela política; esos que, de nuevo estimulados, impiden revertir la cruda tragedia que nos apresa.

Lo digo por una razón de fondo. Quienes al apenas iniciarse tal tragedia, incluyendo medios, empresarios, banqueros, intentan en comandita apropiarse de Chávez, saben bien que unos lo aúpan para ganarle a un muerto, al mismo Betancourt, la guerra de guerrillas en la que fracasan junto a Fidel Castro en los años sesenta. Y otros –llamémosles conservadores de izquierdas y de derechas– lo apoyan para vengar resentimientos arrastrados desde el 18 de octubre de 1945, que convergen con los viudos de 1958. Todos a uno cavan sus propias tumbas. Lo prueba el documental. Nadie se salva, pues los demás son espectadores a la espera de asaltar a la patria como botín, repitiendo nuestro siglo XIX y la primera mitad del siglo XX.

Lo lamentable es que, quienes al igual que Arturo Úslar Pietri vieron frustrados sus ascensos en esa hora ominosa, antes que aprender de la historia optan por atizar resentimientos y los trasladan al siglo XXI. Y los causahabientes, por medrar en la cultura de presente del venezolano, y por digitales, además, simplifican las complejas realidades que acaban con nuestra democracia de partidos. Es un lujo que se permiten. Practican la democracia al detal, como mercancía de usa y tire, afirmados en el narcisismo globalizador. Los odios, son solo un aspecto, es verdad, pero nublan el entendimiento e inhabilitan para la construcción del porvenir.

Omito, por ahora, nombres y detalles por sentido de responsabilidad. Misael Pastrana, padre de mi amigo entrañable el ex presidente colombiano Andrés Pastrana, repetía bien que “el peor crimen de un dirigente político es sembrar la desesperanza y el pesimismo en el corazón de su pueblo”.

Si cabe la metáfora, fui el último conserje de la República civil, luego de haber colaborado, antes, siendo juez de la Corte Interamericana, con Carlos Andrés Pérez, a su pedido. Obran razones de afecto que no vienen al caso y las heredo. Las conoce Rafael Caldera, del que luego soy secretario de la Presidencia y ministro de Relaciones Interiores. Se trata de auscultar la difícil tarea de armar el rompecabezas militar dejado por los cruentos golpes de 1992. Sin eso la República se va al desaguadero. Poderes y partidos se encuentran deslegitimados.

Pérez impulsa la política de pacificación que no concluye al derrocársele “judicialmente” con los votos de su propio partido, necesarios en el Congreso. Los sobreseimientos, en lo inmediato, los continúa Ramón J. Velásquez. Y Caldera, a su turno, introduce una variante. Les impide a los comandantes regresar a la vida militar. Tenían dos años encarcelados, sin juicios ni condenas, por decisión del propio Pérez, víctima potencial hasta de un magnicidio.

Esa política la acompaña todo el país. Nadie la protesta. La Iglesia misma y los editores lo piden abiertamente. Todos los partidos y candidatos, salvo Caldera, ofrecen leyes de amnistía.

Pérez y Caldera coinciden en la crisis terminal del modelo de 1961. Ambos ven a Venezuela como el conjunto a salvar, por encima de sus propios partidos. La reforma la frenan “para no hacerle un favor a Caldera”, me esgrime un líder adeco. Discrepan ambos, sí, en lo económico; lo que mucho irrita a los delfines del “perecismo” de la última hora. No obstante, mantienen su relación. Se oponen Pérez y Caldera, pero se prodigan respeto.

Caldera acompaña a Pérez –viajan juntos– en 1989, al encuentro que se realiza en Atlanta para debatir sobre la cuestión de nuestra deuda externa, y saluda su postura en el diario El Universal. Antes habla ante el Congreso, como lo hace después del golpe del 4F, a pedido del mismo Pérez, en dos discursos que solo se entienden si son leídos de conjunto; sin ediciones, como las que hacen quienes reescriben la historia para el absurdo: forjar odios para remediar los otros odios que hacen cenizas del pueblo venezolano.

Caldera conoce y ve a Chávez, por vez primera, cuando es presidente electo. Soy testigo. Lo mide como “un caso para la psiquiatría”.Yo lo constato personalmente, días después.

En octubre de 1998, en suma, al encargarme de la Presidencia de Venezuela, interpelado por la prensa, deslindo terrenos. Digo, enfáticamente, que “el gobierno no puede caer en la provocación de hacerse parte de un proceso electoral frente al que debe mantenerse como una instancia moral, armonizadora y de equilibrio. Por esa razón no tenemos candidato presidencial. Como hijo de la democracia –añado– puedo decir que solo recuerdo la violencia del 27 de febrero de 1989, la del 4 de febrero de 1992 y la del 27 de noviembre del mismo año. Era un imberbe cuando se habló de la violencia de los años sesenta. En la memoria reciente de la democracia sí está fresca la violencia que vivimos los venezolanos en esos tres desgarradores acontecimientos”.

El país ya no escuchaba. Tenía sus razones.

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