Los días pasados han hecho que el presidente de Colombia sude la gota gorda.
El proceso de pacificación del país que está en proceso de implementación recibió dos sacudidas de envergadura.
La primera tiene que ver con las sospechas de corrupción en la gestión de los fondos para la paz. La responsable de los fondos asignados por el Estado colombiano y recibidos de terceros para ese propósito fue destituida luego de que el fiscal general informara de sus formales averiguaciones, en las que –palabras más, palabras menos– advierte sobre un nivel alto de opacidad en el manejo de estos dineros.
Decía el alto funcionario que “se advierte la existencia de una red de intermediarios que estaría interesada en la adjudicación de proyectos a determinados empresarios o contratistas a cambio de beneficios económicos indebidos”.
La solución ha sido penalizar a quien ha estado al frente del manejo de los recursos, sin dar mayor explicación de lo tardío de las investigaciones. Lo razonable es que el Estado hubiera realizado un control estricto de las cuantiosas sumas dedicadas a este vital propósito estatal –en este momento se cuentan 300 millones de dólares– desde el inicio mismo de la gestión.
El criterio de “muerto el perro, se acabó la rabia” no es incorrecto, pero este capítulo no deja de ser un nubarrón que se cierne sobre la administración colombiana en los prolegómenos de la medición electoral del mes entrante.
El otro gran tema tiene que ver con la captura del guerrillero Jesús Santrich, señalado de delitos relacionados con el narcotráfico, lo que ocurrió a petición de las autoridades norteamericanas y la DEA en particular. También en este caso será a Juan Manuel Santos a quien le toque recoger los platos rotos. Desandar lo andado en el terreno de los acuerdos de paz ya no es posible, después de firmados, sellados, rubricados y premiados con un galardón Nobel, pero lo lógico es pensar que este hecho contribuye a fortalecer a los detractores de ese proceso quienes, además, llevan todas las de ganar en la votación que se avecina.
Ello sin hablar de que el cuestionamiento, que cada día es más generalizado sobre la puesta en ejecución del pacto de La Habana, impactará frontalmente las negociaciones que el gobierno adelanta con el ELN y con colaboradores internacionales, también con vistas a su reinserción en la vida ciudadana y en la política.
La administración colombiana actual –todos los poderes incluidos, al igual que la jurisdicción especial para la paz– deberán medir muy bien sus pasos en torno a este caso en el que el plato fuerte será la eventual extradición a Estados Unidos del hoy senador Santrich, posición adquirida por el miembro de las FARC como consecuencia de los acuerdos de paz.
Sin mencionar que también a las FARC, hoy actores de pleno derecho del acontecer neogranadino, les toca posicionarse de manera inequívoca frente a la captura de su líder y su transgresión a lo que, como negociador, contribuyó a pactar.
La circunstancia actual es harto compleja y está llena de peligrosas aristas. La crisis preelectoral sobrepasa la pobre implementación de los acuerdos, la inclinación a delinquir de los narco-terroristas o el manejo torcido de los fondos del posconvenio. Aquí hay temas que tendrán que ser dirimidos ante los ojos del gobierno de Donald Trump, de los países acompañantes del proceso de La Habana y de los votantes colombianos.
Todo indica que el proceso de paz se encuentra en una peligrosa cuerda floja.