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Font con Paulo Coelho
Puso de moda un periplo al pasado de una ruta medieval. Provocó que miles de sus lectores quisieran seguir los pasos de su prosa a través de un manual fantástico comprendido en relatos entrelazados con una carga peculiar de misterio. Su primera obra significativa puso al día, con un cúmulo de plumazos, una añeja bibliografía de códices y referencias históricas. Con un libro de relatos sobre uno de los más recurridos peregrinajes del mundo occidental desató un frenesí que a muchos nos hicieron emprender un treking de dimensiones exóticas. No tengo a la mano El diario de un peregrino, el volumen que ha vendido más de 10 millones de ejemplares en 38 lenguas y que ya ha cambiado de nombre. Hablo “de oídas” de ese entonces jubiloso en que recorrí a pie la tercera parte del Camino de Santiago durante diez días seguidos, y con la inercia que deja una huella sabrosa en ese particular paladar donde perviven algunas intrigas narrativas.
En un golpe de suerte a los dados, como en esa línea prodigiosa del más famosos poema de Mallarmé, y en uno de esos designios del destino que celebro, me crucé en el camino del más leído -y criticado- de los escritores brasileños. Y ese primer encuentro en la Barcelona de los noventa se desdobló en otros. No fueron más de una media docena de reuniones, tal vez menos, pero de aquilatada curiosidad, observación, diálogos durante una cena, platicas en una comida o un cóctel, y en la presentación de alguno de sus libros.
Asistí también a un momento de la duda metódica de ese hombre de férrea voluntad que atrapa sueños literarios materializándolos y es dueño, simultáneamente, de una particular forma de timidez. Cuando le anunciaron que le habían otorgado uno de los 110 galardones internacionales que posee por su trayectoria literaria compartió conmigo una humilde hesitación sobre las palabras que debía de pronunciar. El momento lo recuerdo bien porque se dio en la terraza del emblemático restaurante Belvedere, del pasaje Mercader, frecuentado en su momento por intelectuales de la Gauche Divine catalana.
También estuve a punto de traducir una obra suya, pero un episodio inopinado del que asumo plena responsabilidad me impidió seguir traduciendo En la orilla del río Piedra me senté y lloré: concluí solamente dos o tres capítulos. Siento no haberme perdido y hallado en sus vericuetos imaginarios, ya encaminado, como lo he estado, en algunos de los signos de esa bellísima constelación lingüística que marca la impronta celeste de Camões.
Tengo en mi haber -valga aquí la redundancia- el haber traducido un libro de poemas del grandísimo poeta que fue Carlos Drummond de Andrade; algunos textos de Vinícius de Moraes, Jorge Amado, Mario Quintana y adaptado versiones musicales de Kleiton y Kledir, Fagner, Bilinho Blanco y Roberto Carlos. Así que mi aproximación a este autor sui géneris (por su rutilante biografía de escritor que persigue tradiciones espirituales errantes en tiempos y espacios de parteaguas terrestres), me vino dada por mi fascinación por lo galaico portugués, en lo inmaterial. Y en lo concreto, me acercó a él la mano generosa de una bella amiga que ha compartido con el famosísimo escritor todas las bifurcaciones de su destino profesional; Mónica Antunez es y ha sido su agente literaria, la más fiel representante que cualquier creador sueña tener, con atinado rigor en un sector tan complejo como el del ancho mundo editorial que representa la traducción de la obra de Paulo Coelho en 81 idiomas, aparecida en más de 168 países y con cerca de 200 millones de copias publicadas.
Y ya entrado en estos gastos memoriosos, ato cabos y percibo que algunas coincidencias me han acercado al mundo de este escritor habituado a leer mensajes codificados en una realidad que se resiste a ser penetrada con otros ojos que no sean los de las lógicas de los sistemas de percepción tradicional. Aunque confieso que mi inclinación más lúdica ha sido siempre la del azar objetivo, tan caro a los surrealistas, más que la vertiente sobrenatural de las tradiciones religiosas de oriente y occidente. Dicho esto, me referiré a una estampa sorpresiva con ribetes de nigromancia:
Una noche de luz extinguible hasta cerca de las diez de la noche de un verano parisino mi mujer me invitó a cenar en un célebre restaurante francés cuyas vistas comprenden e formidable conjunto arquitectónico de Los Inválidos donde se venera a Napoleón, en su sarcófago de porfirio rojo de Rusia, granito verde y mármoles grandilocuentes. Desde la entrada del Café de l’Esplanade se veía que el sitio seria singular y frecuentado por personalidades; ese día cenaba allí con una bella señora el ministro de Finanzas francés, del que se hablaba entonces como posible candidato a la Presidencia.
Nuestra mesa reservada me incomodó y habituado a procurar el lugar más conveniente logré una mudanza con mejor perspectiva hacia el paisaje urbano que iba modificando la luz única de los cielos de esa capital que nuestro ánimo romántico siempre magnifica. Ello nos aproximó a otra mesa donde departía un señor de elegancia notable al que acompañaban dos mujeres mayores muy distinguidas. La intermitencia del uso entre los idiomas en que hablábamos nosotros dos -como parte de un hábito repetido en lugares públicos-, despertó la curiosidad del anciano y corpulento ciudadano francés que lucía un aire un tanto de vikingo. A los pocos, el personaje vecino abrió un juego de refinada cortesía y nos preguntó el origen de Veronique y mío, intrigado por esa intermitencia señalada entre el francés, el español y algunas frases en italiano, y sobre todo, por la razón del intríngulis verbal que escuchaba a trasmano.
Ello dio pie a confesarle que pretendíamos alcanzar un poco de intimidad, volviendo complejo que se captaran nuestros temas de conversación. Don Juan Gregory, así se llamaba esa magnífica persona, tuvo un gesto inusual. Inadvertidamente pagó nuestra cuenta. Tuvimos que aceptar el gesto. Y para devolver la inesperada atención me permití invitarlo, con sus acompañantes claro, a tomar una copa de champaña que terminaría en otra cena al día siguiente, en el Café de Les Deux Magots -frecuentado por una pléyade de autores que han ido de Picasso a Giacometti y de Hemingway a Borges, pasando por los habitúes que fueron también Simone de Beauvoir y Sartre-.
Font con don Juan Gregory entre las emblemáticas figuras de Les Deux Magots en Saint- Germain-des-Prés, Paris
A don Juan le encantó la idea, aduciendo que era muy amigo del dueño de esa casa de comidas designada ya dentro del histórico patrimonio cultural francés, y nos dimos cita para escuchar los avatares de un hombre nacido en la Argelia francesa, a quien su padre había enviado las vísperas de la independencia de ese país del norte de África a buscar fortuna, invirtiendo en una de las fábricas de jabones más prósperas de Marsella.
Andábamos circulando en esa fuente de anécdotas, producto de una fértil experiencia vital, cuando salió el tema de mis años en el Brasil. Y de esa referencia, a hablar de literatura, no tomó mucho tiempo. Don Juan me preguntó si conocía a Paulo Coelho. Le respondí que lo había tratado en Barcelona. Y allí se desató el nudo de ese prodigio afortunado que llamamos coincidencia: la esposa de don Juan había sido la responsable indirecta de que Paulo hubiera sido editado por primera vez en Francia, en la gran editorial de un familiar suyo, Éditions Anne Carriėre. Los detalles intrigarán, pero no vienen al caso (además de que han sido desmenuzados en la magna biografía que sobre Paulo escribió Fernando Moraes). Sin embargo, y consciente de que en estos menesteres se puede dar cumplimiento a las bellas jugadas del azar, transcribo el siguiente mensaje, enviado a mi admirable amiga, la prestigiosa agente literaria de Sant-Jordi Asociados:
“Querida Mónica,
las vías del espléndido tranvía de Paulo hicieron que en un encuentro fortuito nos encarriláramos con don Juan Gregory la semana pasada, en el restaurante de la explanada en París; ya hechas las migas cenamos antier entre los “dos magos” de Saint-Germain (donde montaré una exposición en octubre). Y durante la plática Juanito me pidió -y precisó que me autorizaba, con todo y enviando foto, en la cual se refleja Claudia Ciampi, a enviar un mensaje afectuoso a Paulo en este sentido-: “… dile que extraño su largo silencio…”
Cumplo con ser el cartero de un hombre excepcional, nuevo viejo amigo, con el ruego de que si lo consideras pertinente se lo retransmitas a nuestro admirado Paulo. Te mando besos hilvanados en recuerdos vivos.
Edmundo”
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