El Domingo de Ramos fui a una misa en la que no cabía una persona más, por lo que me da la impresión de que en estos tiempos de dominio político chavista-madurista se ha incrementado la asistencia por lo menos en las fiestas más importantes del calendario litúrgico. Muy posiblemente, ante la crisis que cada día se hace más grave por el sufrimiento que padecemos (hambre, inseguridad, opresión), las personas han tendido a fortalecer la idea de religión como refugio.
Hasta mi querido párroco de San Bernardino: el presbítero Numa Rivero, recordó en la homilía que Dios nos sostiene en la adversidad, pero debemos ser nosotros mismos los que luchemos por salir de ella. La Semana Mayor es un tiempo especial para renovar nuestra fe (o si desean, podemos decirle nuestra espiritualidad) y para ello debemos examinar en qué consiste esta.
Aprovecho el espacio para examinar la mía, que es la mayoritaria de Venezuela: me refiero al cristianismo católico. Convencido de que la fe no se reduce a unas cuantas prácticas piadosas, sino que es algo que incluye fundamentalmente una cosmovisión (aunque va más allá) que en el caso del cristianismo se inspira en la relación con una persona: Jesús de Nazareth.
La piedad y doctrina católica me fue transmitida en mi niñez por el testimonio familiar, para luego ser confirmada por mi conciencia y experiencia. Creo que el amor es tal que llega a ser Dios. Dios es el absoluto, es el sumo bien que solo puede ser el amor pleno. No es que Dios sea amor, es que el amor se hace Dios; pero es imposible dar una direccionalidad; son una sola cosa, y en donde hay Amor está Dios y donde está Dios hay amor, ¡y me perdonan la repetición! Es por ello que la salvación (lo que conmemoramos y volvemos a vivir esta semana) solo puede ser entendida como acción amorosa. El que ama cree en Dios aunque no lo sepa, aunque no lo piense.
Creo en Jesucristo como Dios, y como maestro del amor; pero al mismo tiempo creo firmemente que este hecho no le quita importancia a toda religión que no se llame cristiana pero que esté fundada en el amor. Creo en Cristo porque lo considero la humanización del absoluto amor, lo cual se muestra en la perfección de sus enseñanzas que se dan con su palabra hecha vida. Vida y palabra no logran diferenciarse en Jesús y allí está una de sus principales perfecciones; siendo la mayor el dar la vida por los demás, incluyendo a sus enemigos, a los cuales tiene presentes en sus últimos momentos en la Tierra.
Creo en la Iglesia Católica porque gracias a ella poseo mi fe cristiana, porque a pesar de sus faltas a lo largo de su historia, la Iglesia es la institución necesaria para mantener viva la llama espiritual de la fe. La Iglesia sostiene una religión de tradición en la que se van acumulando armónicamente las experiencias de las mujeres y hombres de todas las épocas, desde la redención hasta hoy; experiencias que son un encuentro personal con Cristo: una lucha por ser como Él en medio de la historia.
No creo en los monopolios religiosos, sé que todo el que ama sinceramente está expresando la ley natural que Dios ha escrito en su corazón y la salvación será su destino. Es por ello que no impongo mi religión a nadie, por el contrario, deseo que cada persona viva plenamente su espiritualidad. A pesar de ello siento un gran orgullo de ser cristiano católico, porque es una religión en la que Dios se hace hombre y se acerca a cada uno de nosotros; es una religión que no se encierra en un libro (con el respeto de mis hermanos protestantes y musulmanes), ni se aleja de las pasiones (con el respeto a mis hermanos budistas), ni ve a Dios como un ser inalcanzable incapaz de que se le ate, abofetee y crucifique (con el respeto de mis hermanos judíos y del islam otra vez).
Creo en la dignidad de la persona humana. El cristiano católico ve la creación como algo inconcluso que requiere de la cooperación de la mujer y del hombre junto a Dios: somos cocreadores, es por ello que el hombre se proyecta en el tiempo a través de su acción creadora y amorosa. Así mismo es nuestra salvación, por lo que somos corredentores junto a Cristo a través de nuestra respuesta al llamado que nos hace Jesús, por medio de los demás y de nuestras situaciones cotidianas. Este es el valor inmenso que posee cada ser humano, su dignidad, el ser amado por Dios en su unicidad y particularidad.
Al final les dejo una vieja exhortación de nuestro recordado papa San Juan Pablo II (11-IV-1987. Sois la esperanza de la Iglesia) a los jóvenes:
“(…) Acoged con gratitud al amor de Dios y expresadlo en una verdadera comunidad fraterna; estad dispuestos a entregar cotidianamente la vida para transformar la historia. El mundo necesita, hoy más que nunca, vuestra alegría y vuestro servicio, vuestra vida limpia y vuestro trabajo, vuestra fortaleza y vuestra entrega, para construir una nueva sociedad, más justa, más fraterna, más humana y más cristiana: la nueva civilización del amor, que se despliega en servicio a todos los hombres. Construiréis así la civilización de la vida y de la verdad, de la libertad y de la justicia, del amor, la reconciliación y la paz”.
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