En los últimos años se ha operado un cambio, veloz y nada sutil, en nuestras relaciones con el cine. Hasta no hace tanto, cine y pantalla eran términos que se implicaban el uno al otro. La pantalla (de cine primero, luego de televisión) era, si se quiere, el elemento pasivo de la relación, en la cual una película se proyecta para que los espectadores la vean. Pero ahora se habla de plataforma, término dinámico a partir del cual se lanzan los contenidos al espectador. El cambio es mucho menos ingenuo de lo que parece y supera, con mucho, la mera moda verbal o la necesidad de cambiar los términos.
El año pasado el Festival de Cannes (festival de festivales, suerte de peregrinación a la Meca obligada de los cinéfilos, estrellas, productores y distribuidores) se vio enfrentado a un dilema nada grato. ¿Se debía o no incluir en la competencia, aquellas producciones pensadas no para la pantalla, sino para las nuevas plataformas tipo Netflix, Amazon o Hulu? El problema distaba mucho de ser menor o de poder ampararse en la noble tradición cinéfila francesa que reclamaba como denominación de origen, el vínculo indisoluble entre cine y pantalla. Porque la pelea por el espacio de la imagen, que de eso se trata, está anclada en un cambio, igualmente radical de los medios de producción del cine.
En una época, digamos hasta los años cuarenta, los estudios vivieron su hora más gloriosa. Controlaban toda la cadena de producción, desde la compra de una idea, su desarrollo, filmación, edición, posproducción y, dato crucial, exhibición. En 1948 las leyes antimonopolio asestaron un golpe decisivo obligando a los estudios a vender sus salas de cine y replegarse hacia su dominio exclusivo: la producción. Otro golpe, ese sí mortal contra el sistema de estudios, llegó en la década siguiente. Los productores independientes adquirieron un perfil propio y la figura del productor dependiente del estudio comenzó a desvanecerse. El estudio como institución, sin embargo, supo enfrentarse a las dificultades. Tras una batalla terrible contra la televisión y el cambio del gusto del público en los sesenta, reemergió fortalecida en la década del setenta amparando la libertad creativa de los jóvenes que salieron de las escuelas de cine. Los Coppola, Scorsese, Spielberg y Lucas de este mundo, hicieron que la industria se reinventara con un éxito que la trajo hasta nuestros días. Y cuando los estudios reinaban de nuevo, ocurrió lo inesperado.
Netflix surgió en 1997, como un híbrido de video club y comercio electrónico, buscando destronar a Blockbuster de su virtual monopolio. El esquema era simple: el usuario solicitaba el DVD que le llegaba por correo. Y sin penalidad. Pero hubo un salto decisivo cuando la tecnología permitió el streaming, bajar películas de la red por una suscripción mensual. El cuento es largo pero se resume hoy en una membresía de 150 millones de suscriptores y presencia en 130 países. El paso siguiente era tan obvio como lógico. Pasar a la producción con lo cual de alguna manera tortuosa la verticalización del negocio volvería a reconstruirse.
Netflix no está sola en esta empresa, Amazon, ese río que todo lo lleva no tardó nada en imitarla (aunque su presencia fuera de los países desarrollados es pobre) y Hulu sigue estos pasos. Ahora bien, no es fácil cumplir con las expectativas de los espectadores y a la voracidad de las pantallas de televisión se suma la de las tabletas, computadoras y teléfonos celulares. Por ello la programación es de un eclecticismo electrizante que va desde programas de cocina, comedias para adolescentes, filmes de horror, anticipación y, por supuesto, series. Muchas series, además, en el caso de Netflix, provenientes de todo el mundo. Si se piensa, la serie es más cónsona con el espíritu de una suscripción. La serie, más que el buen cine, crea hábito.
En todo caso, el negocio del cine ha cambiado. El espectro de las plataformas lo cubre todo, desde lo impresentable hasta lo sublime. El fantasma de los algoritmos que busca siempre la afinidad de los gustos del espectador y aparta, como un coco, la inquietud por lo nuevo, siempre está ahí, y el tema de la privacidad es un tema mayor, pero nuestra relación con el medio ha cambiado radicalmente. Lo cual incluye obras mayores del tipo Breaking Bad o sorpresas minimalistas estilo Roma.
Y una sorpresa que sigue hablando bien de las maravillas de la sala oscura. La taquilla de los cines sigue en ascenso, señal de que esta lucha no es a muerte. Los condenados de la caverna de Platón, esos cinéfilos primigenios, siguen marcando el rumbo.
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