COLUMNISTA

De Pancho Villa a Nicolás Maduro

por Fabio Rafael Fiallo Fabio Rafael Fiallo

El momento se presta. Las circunstancias lo exigen. Con los palos a ciegas que está dando la gerontocracia castrista en el ámbito de la economía, fruto de su anquilosamiento ideológico, y con el fracaso y el consiguiente desprestigio que se abaten sobre la llamada “revolución bolivariana” patrocinada por Hugo Chávez, resulta impostergable pasar revista a las múltiples variantes del populismo autocalificado de “revolucionario” que ha venido ejerciendo de manera constante su hechizo seductor en América Latina.

El fenómeno comienza en 1910 con el huracán político que fue la Revolución mexicana, simbolizada en su época heroica por el popular y legendario Pancho Villa. Dicha revolución se proponía eliminar, con toda la razón del mundo, las arcaicas estructuras oligárquicas que, como en el resto de América Latina, permanecían vigentes en México y mantenían a ese gran país en el atraso económico y social. Para ello había que hacer frente a los designios continuistas del dictador de turno, Porfirio Díaz, y sacarlo del poder como efectivamente se logró.

Ahora bien, en vez de introducir y fortalecer los mecanismos esenciales de una auténtica democracia –en particular la separación e independencia de los poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial– la Revolución mexicana auspició la concentración del poder en un solo partido: el PRI (Partido Revolucionario Institucional). Tal concentración hizo posible la nacionalización del petróleo, la expropiación de latifundios y, no menos importante, la instauración de un Estado proteccionista, corrupto y omnipresente. El PRI logró mantenerse ininterrumpidamente en el poder durante 71 años, estableciendo lo que Mario Vargas Llosa calificó de “dictadura perfecta”.

A la Revolución mexicana le siguió el “justicialismo” en Argentina y el cautivante discurso a favor de los “descamisados” de su líder, el general Juan Domingo Perón, discurso de inspiración fascista que podría resumirse de la siguiente manera: “Dadnos el poder, todo el poder, y Evita y yo le confiscaremos a la oligarquía los instrumentos que utiliza, en contubernio con Estados Unidos, para manteneros en la dependencia y la pobreza”.

Controles de precios y de tasas de cambio, proteccionismo comercial, expropiaciones, demonización de la clase empresarial (llevando al incendio en 1953 del Jockey Club de Buenos Aires por una masa teledirigida), en resumen, todo el arsenal del intervencionismo estatal y de la demagogia fue utilizado en la Argentina de Perón.

Como resultado de las políticas del justicialismo, Argentina perdió la posición que ostentaba a inicios del siglo XX entre los 10 países más ricos y prósperos del mundo (por encima de Francia, Alemania e Italia), convirtiéndose en una economía frágil y mediocre hasta el día de hoy.

La misma espiral de fracaso y decadencia ha tenido lugar, con creces, en la Cuba de los hermanos Castro. De tercer país del continente en términos de PIB per cápita antes de la toma del poder por Fidel en 1959, el régimen socialista ha colocado a ese país a la zaga de las economías de la región y solo ha podido sobrevivir mediante la astronómica ayuda económica y financiera recibida, primero de la Unión Soviética y luego de la Venezuela chavista hoy exangüe.

En Venezuela, el huracán populista, con la demonización de la clase empresarial (cuyos miembros el régimen trata de descalificar con el mote de “escuálidos”), ha causado estragos aun más espectaculares. Pues siendo ni más ni menos el país con las mayores reservas de petróleo del mundo, Venezuela se encuentra hoy sumida en la miseria, la hiperinflación y la bancarrota financiera.

Hoy no queda más remedio que constatar las falacias de los programas políticos que populistas de diversa índole nos vendieron por más de un siglo.

Nos vendieron que la separación de poderes podía convertirse en un estorbo para llevar a cabo la revolución que el continente necesitaba, que se podía, o se debía, restringir e incluso desmantelar los mecanismos inherentes a toda democracia una vez tomado el poder para así “blindar y defender la revolución” (léase: instaurar una dictadura).

Fue así como pueblos decepcionados por gobiernos venales y corruptos le dieron todo el poder a un partido (el PRI) o a un caudillo (Perón, Castro, Chávez), y ahora no logran salir del atolladero en que los han sumido esos partidos y caudillos.

Nos vendieron igualmente la tesis de que la nacionalización de los recursos naturales, o la expropiación de tierras y grandes plantaciones agrícolas, era una condición indispensable para impulsar el desarrollo económico de nuestros países y garantizar una distribución más justa de la riqueza.

Con el tiempo, México se ha percatado de que la nacionalización del petróleo no ha contribuido a una utilización rentable y provechosa de ese recurso. De ahí los amagos de privatización de la empresa estatal de petróleo (Pemex) que –pasados los 71 años de “dictadura perfecta”– se han puesto sobre la mesa de negociación sin lograr concretizarse.

En Cuba, para salir del monocultivo y la dependencia, al castrismo no se le ocurrió nada mejor que destruir el principal renglón de exportación anterior a la revolución, es decir, la producción azucarera. Y cuando Fidel trató de enmendar semejante desacierto, dictaminando que el año 1969-1970 sería el de la “zafra de los 10 millones”, el intento fracasó. Como fracasaron las “rectificaciones” decretadas por Fidel en 1986 bajo el eslogan de “Ahora sí vamos a construir el socialismo”. Como ahora están fracasando las llamadas “actualizaciones” que su hermano Raúl trata de introducir con el propósito de conciliar lo inconciliable, es decir, combinar las leyes del mercado con la ortodoxia marxista en su más rancia y rígida acepción.

Más catastrófico aún es lo que está pasando en Venezuela, único país de la OPEP al borde de la bancarrota financiera, donde la producción de petróleo en manos del Estado castrochavista ha descendido al nivel más bajo de los últimos 30 años, y donde hombres, mujeres y niños luchan día tras día por encontrar alimentos, medicinas y otros artículos de primera necesidad.

Mientras tanto, los altoparlantes y amanuenses del régimen venezolano se empecinan en atribuir tal desbarajuste a una supuesta “guerra económica” orquestada por la “burguesía vendepatria y pitiyanqui” en connivencia con el “imperio”. Pretexto con el que evitan cuestionar –como lo reclama la gran mayoría del pueblo venezolano, al igual que un número creciente de miembros del chavismo– el absurdo modelo económico socialista que, luego de haber fracasado en otras latitudes, está hundiendo ahora a Venezuela.

Nos vendieron, además –blandiendo el libro Las venas abiertas de la América Latina del uruguayo Eduardo Galeano– la tesis de que el “extractivismo”, es decir, la explotación intensa de los recursos mineros como motor de desarrollo, era una aviesa maniobra urdida por las potencias coloniales y el “imperio” para mantenernos en el subdesarrollo. Eso fue antes de que, en 2007, el muy revolucionario y socialista Hugo Chávez diese su imprimátur al extractivismo al defender su “socialismo petrolero” basado en dicha explotación. Eso también fue antes de que, en 2012, el muy bolivariano y a la sazón presidente de Ecuador Rafael Correa declarara: “¿Dónde está en el Manifiesto Comunista el no a la minería? ¿Qué teoría socialista dijo no a la minería?”.

Pero nuestros revolucionarios no titubean en cambiar de teoría a este respecto, como lo hacen sin palidecer cuando, según las circunstancias, pasan de abanderados de la democracia a defensores de dictaduras, o cuando el presidente Nicolás Maduro pone de lado su supuesta raigambre democrática al afirmar: “A veces provoca ser dictador”. Ahora, en un giro de 180 grados, luego de haber aplaudido el “socialismo petrolero” de Chávez, culpan al “rentismo petrolero” (una nueva forma de referirse al extractivismo) por la caótica situación económica y la bancarrota financiera a que la “revolución bolivariana” ha llevado a Venezuela.

Nos vendieron finalmente el mito de que entregarle el poder al partido revolucionario o al líder providencial serviría para acabar con la corrupción. Hoy, con las revelaciones de los Papeles de Panamá y los escándalos en torno a las firmas brasileñas Petrobras y Odebrecht, contemplamos airados los múltiples casos de corrupción en que se ven involucrados dirigentes “revolucionarios” de primer orden. Cabe añadir que según el ranking de la ONG Transparencia Internacional, Venezuela es la nación más corrupta de América Latina y figura entre las diez primeras a nivel mundial.

En resumidas cuentas, por obra y gracia del castrochavismo, hoy hay en Cuba y Venezuela millones de hombres y mujeres que lloran de impotencia y viven en la indigencia. Hay cubanas y cubanos con diplomas universitarios que, para sobrevivir, se prostituyen en las calles y playas de la isla roja (de lo que Fidel se jactó al afirmar que “nuestras prostitutas son las más cultas del mundo”); al igual que, por razones similares, venezolanas y venezolanos exiliados se ven obligados a ejercer esa ingrata actividad en más de una capital de América Latina. Hay más familias enlutadas por los fusilamientos y asesinatos del castrismo que por los de Augusto Pinochet (lo que es mucho decir). Hay miles de médicos cubanos enviados por el castrismo al exterior que han preferido renunciar e incluso abandonar su profesión antes que seguir aceptando que el régimen de su país les mutile una parte sustancial del salario ganado con el sudor de su frente. Hay Damas de Blanco a quienes las tropas de choque del castrismo les asestan golpizas públicas con una tenebrosa asiduidad. Hay candidatos opositores (en Venezuela) o independientes (en Cuba) que son inhabilitados sistemáticamente para impedirles recabar el apoyo popular. Hay prisioneros políticos torturados en las cárceles de Cuba y Venezuela por el simple hecho de disentir o protestar.

Que quede claro: aquí no se afirma que el populismo en sus diversas variantes es la causa de todos los males de nuestro continente. Las dictaduras militares de derecha y los líderes corruptos presuntamente defensores del Estado de derecho y de la democracia cargan con una enorme cuota de responsabilidad por nuestro rezago económico y social. Lo que aquí sí se afirma, y sin ambages, es que el populismo en sus múltiples encarnaciones es culpable de haber usurpado los anhelos de progreso y prosperidad de nuestros pueblos, haciéndoles creer a lo largo de más de un siglo en panaceas políticas que han resultado ser una grosera fullería.

A cambio, pues, de esa pacotilla empobrecedora y mortífera que nos vendieron con el nombre de “revolución”, nosotros les aportamos ingenuamente lo más preciado que poseíamos, es decir: nuestra rebeldía, nuestra esperanza, nuestra ilusión.

Infame trueque. Burda estafa, por la que esos bandoleros criminales y muchos de sus obtusos defensores serán tarde o temprano condenados al repudio eterno por el tribunal que, con seguridad, las futuras generaciones de latinoamericanos erigirán para juzgarlos.