COLUMNISTA

El Padre

por Rodolfo Izaguirre Rodolfo Izaguirre

El padre aparece en el umbral y lo primero que se revela ante los ojos del niño es la pétrea imagen de la autoridad (posteriormente, surgirá la de la procreación), pero también la del valor, del arrojo, de la heroicidad que él significa para el niño antes de que este descubra, en la temprana adolescencia, que no hay tal valentía sino el desamparo de un ser que busca a tientas un camino incierto. ¡Pero es el padre! Se tiene, pero ya quisieran muchos no haberlo tenido porque pudiera ser que en lugar del padre amoroso y solícito fuese por el contrario un ser despótico, ajeno a la caricia y egoísta. El mío, coronel por obra y gracia del general Juan Vicente Gómez, se afilió a la larga lista de quienes militan en la paternidad irresponsable. 

La imagen del padre puede llegar a ser destructora, la imagen de la castración y erigirse en la aterradora autoridad que traza el camino de nuestra vida; el ser prepotente que maneja el poder que le confieren las leyes. Su rol no es otro que el de orientar al hijo, pero a su manera, y controlar los impulsos renovadores que se agitan en el niño; frenar la impaciencia de su joven corazón, oscurecer sus resplandores de independencia, vigilar sus pasos. ¡Castrarlo!

Por lo general, cuando mira hacia atrás buscando al padre, el venezolano no lo encuentra porque el padre es apenas una sombra huidiza o la referencia de un desamparo. Si el padre es ausencia, el abuelo no es siquiera un aire; ¡simplemente, no existe! La historia familiar de un venezolano de a pie comienza y termina en la madre que dolorosamente es ¡madre y padre! Felizmente, para resarcir la pavorosa carencia paterna el cristianismo ofrece en Cristo la mayor gloria porque es un Padre que es Padre de sí mismo y, al mismo tiempo, Hijo suyo. 

Porque vuelvo y repito: tengo para mí que el rol del padre, con sus excepciones, tal como lo entiende y practica la anclada sociedad venezolana, no es otro que el de desestimar cualquier asomo de autonomía e independencia del hijo y obligarlo a la mansedumbre de la obediencia. Instintivamente se opone al espontáneo entusiasmo del adolescente porque junto a la figura del padre (¡no hablemos de las madres cuando son terribles e  igualmente castradoras!) va aparejada la figura de la autoridad, quiero decir, la fuente, el manantial de donde brotan las fuerzas del orden social. Hay un orden que personalmente detesto y es cuando leo en el periódico la noticia de que la manifestación pacífica de los jubilados reclamando el pago de  sus pensiones fue dispersada y la policía restableció “el orden”.  

Sé que existen padres amorosos que velan por sus hijos. Yo soy uno de ellos. ¡Mis hijos crecieron en libertad! No les inyecté toxinas políticas; tampoco los bauticé porque estimo que marchar detrás de una ideología o abrazarse a una fe religiosa deben ser actos voluntarios. Imponerlas sin sus consentimientos significaría abuso e invasión. 

El problema de la autoridad, cualquiera que ella sea y el nivel en el que se ejerza es que avasalla e invade; el padre en la casa, el maestro en el aula, el coronel en el cuartel o el gobernante en el palacio jamás aceptan equivocarse y emplean todos los recursos a su alcance para deshacerse de quienes la cuestionan. Hasta el momento, el régimen  militar no ha sido capaz de mostrar la más mínima disposición a reconocer los disparates de sus comportamientos. Su respuesta es invariable: envía a la cárcel a quien disiente.

El padre es, al mismo tiempo, pasado y futuro. Se nace y se renace en él. Es héroe, hemos visto, hasta que el hijo descubre que tiene pies de barro y defectos humanos. Muchos venezolanos carecen de padre biológico, lo que explicaría por qué hemos convertido en deidad a Simón Bolívar (y, rayando en la abyección, ¡a Hugo Chávez! venerándolo no solo como Corazón de Patria sino como Padre nuestro). 

Lo digo con todo respeto: Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar Palacios Ponte y Blanco ¡déjame pasar que mi madre enferma me mandó a llamar! Va siendo hora de que te apartes un poco y me dejes caminar con mis propios pies. Mientras sigas siendo el Padre que tanto ponderan los regímenes autoritarios, militares o conservadores como los de Guzmán Blanco, Juan Vicente Gómez, López Contreras, Pérez Jiménez, Hugo Chávez y los militares venezolanos de todos los tiempos y vigiles mis pasos, no podré ser el hombre libre que quiero ser: más universal, conocedor de otras gentes, de nuevas culturas; respirar otros aires, navegar alegremente por Internet y leer periódicos de Australia. No te inquietes: lo haría respetando tu nombre y aceptando las ideas de tu tiempo, pero como lo que ellas son: valiosas referencias consignadas en los textos escolares y en los tomos de historia y no las normas que afirmen mis pasos en este difícil tiempo bolivariano, que me toca padecer. Escuché a dos liceístas decir: “Nosotros no tenemos nada que ver con Guaicaipuro ni con Tamanaco”. Y agregaron que para ellos Bolívar era una importante figura de nuestra historia, pero que ellos hablaban inglés, navegaban por Internet y trataban de ajustarse a las nuevas tecnologías y los  nuevos lenguajes que imponía el actual desarrollo del mundo.

Por eso, los más viejos estamos obligados a apartarnos para que los  jóvenes aseguren sus pasos y sigan su propia e indetenible jornada de vida que les espera a la vuelta del camino.