Haber otorgado el beneplácito al embajador de la dictadura de Nicolás Maduro en México constituye una vergüenza para el país, un error político, pero sobre todo una pifia diplomática innecesaria. Lo es por la persona al que le fue concedido, por las explicaciones que se dieron y por la incapacidad o renuencia a adoptar una solución factible, fácil y económica.
Francisco Arias Cárdenas fue golpista con Chávez en 1992. Se dirá que se trataba de una buena causa, contra un régimen neoliberal; que Chávez también lo fue; pero nada de todo eso justifica su aceptación por un tercer país. Los venezolanos eligieron a Chávez en 1998, pero México no tenía por qué aceptar a uno de sus colegas. Ya me imagino si el gobierno chileno de Patricio Aylwin en 1990 nos hubiera mandado de nuevo embajador a un ex miembro de la junta que derrocó a Salvador Allende. Que por cierto Carlos Andrés Pérez, el presidente venezolano contra el cual se alzaron, entre otros, Chávez y Arias Cárdenas, era tan amigo de México como el «Chicho».
En segundo lugar, la Cancillería inventó una serie de mentiras o medias verdades para justificar el otorgamiento del beneplácito. La Convención de Viena no obliga a otorgar o negar beneplácitos en un plazo determinado, y la supuesta, anacrónica y absurda Doctrina Estrada no dice absolutamente nada al respecto. La tesis según la cual en los archivos de la Cancillería no figura ningún trazo de un beneplácito anteriormente negado es un argumento para tontos e ignorantes. Los beneplácitos no se niegan por escrito; se hace palpable de manera indirecta u oficiosa que un determinado país no desea que fulano de tal sea el embajador de otro determinado país y punto.
Me remito a los dos casos que sí conozco, de dos beneplácitos negados en los hechos a México, en los años ochenta. Tanto el Reino de Holanda como el Reino Unido le comunicaron a los gobiernos de De la Madrid y de Salinas de Gortari que sus candidatos a ocupar la representación diplomática de México en La Haya y Londres no eran aceptables, y que mejor los retiraran. Si no deseaban hacerlo, no habría un rechazo formal, pero jamás una aceptación. Se retiraron ambas candidaturas, después de un “intervalo decente”.
Por último, acceder a la petición de Maduro fue un error político. La embajadora anterior del dictador había sido por lo menos aprobada por la Asamblea Nacional, donde la oposición es mayoritaria. Arias Cárdenas es el embajador de la Asamblea Constituyente, espuria, desconocida por buena parte del mundo, y repudiada por el pueblo venezolano. Maduro lo es también. Incluso en términos jurídicos no queda claro si podrá tomar posesión de la representación diplomática en la Ciudad de México.
Pero, sobre todo, la metida de pata trae dos consecuencias lamentables. En primer lugar, cualquier taparrabos de neutralidad al que hubiera podido aspirar López Obrador se destruyó. Por razones de pura afinidad ideológica, se otorgó un beneplácito innecesario. ¿Por qué innecesario? La respuesta es evidente para cualquiera con un mínimo de experiencia. Bastaba con no dar respuesta a la solicitud de Maduro: ni sí, ni no. Nos lo han hecho muchas veces; todos los países recurren a esta medida; nadie puede reclamar nada, y si reclaman, ni siquiera es pertinente responder. “Estamos estudiando el caso”.
Al desaparecer todo viso de neutralidad, queda patente la toma de partido de AMLO por Maduro y la marginación completa de la Cancillería. Sabíamos que no metió ni las manos en el tema del rey de España; conocimos las objeciones del secretario a las modalidades de la visita de Kushner a México y cómo fue informado a última hora; ahora nos enteramos de que tampoco incide en la política hacia Venezuela. Nadie nos va a convencer de que Ebrard no sabía que existía una alternativa, y que prefirió el oso de Arias Cárdenas a la demora indefinida. Fueron Morena y las huestes chavistas mexicanas, que obviamente se brincaron a Ebrard y convencieron a quienes mandan de que sí había que aceptar al enviado de Maduro. Golpista, ilegal e innecesario.