Hace unas semanas falleció, en Bogotá, la señora Gloria Zea, considerada por la oligarquía de las artes nacionales, la emperatriz de la moda y el tráfico de influencias del último siglo. Su funeral, digno de Teodora de Bizancio o María Ignacia Rodríguez de Velasco, contó con la presencia del presidente de la república y fue presidido por sus hijos, cuyo padre, al menos de dos de ellos, se supone es Fernando Botero. La señora estuvo casada oficialmente con el pincel más famoso, con un millonario que le doblaba en edad y un diletante italiano parecido a Andrea Bocelli, cuya dama ahora le superaba en almanaques valetudinarios.
Sus orígenes, como su rutilante vida social, está llena de consejas y maledicencias. Unos dicen, entre ellos Wikipedia, que fue hija de German Zea Hernández y Carlota Soto, prominentes figuras de la política y el meretricio de la Belle Époque. El Rosedal, un Danzig de la señora Soto, era fácil de identificar porque en el porche estaba siempre el sedán LaSalle 1934 rojo de su adinerada propietaria. Otras lenguas dicen, pensemos en Luis Zalamea, que a cambio de una enorme suma el doctor Zea habría recibido la niña para incorporarla a su núcleo familiar, con dos muchachos más.
La feroz lengua viperina de Alvaro Castaño Castillo escribió, en sus casi memorias, que “otro gran sitio de perdición era El Rosedal de la manizalita Carlota Soto, una especie de tribunal mayor del mundo galante. Estaba situado en la carrera Séptima con calle 50, donde una inmensa copa champañera expulsaba burbujas de neón. Cuando un efebo pasaba por ahí de noche le hervía la sangre y se endurecía su carne. Los entendidos decían que Alberto Ángel Montoya, invitado por la dueña de casa, tras las pipas de opio y éter, recitaba sonetos de amor. La prosti estrella tenía 14 años, usaba tobilleras y se llamaba La Cachumbos”.
Germán Zea Hernández, el padre de la doña, fue abogado, embajador de Colombia ante las Naciones Unidas, ministro de Gobierno, Justicia y Relaciones Exteriores, contralor general de la República, alcalde mayor de Bogotá, gobernador de Cundinamarca, senador y representante a la Cámara y rector de la Universidad Libre de Colombia. Con el grande honor de haber firmado, como ministro legatario del presidente Julio César Turbay, el Tratado de Extradición de nacionales con Estados Unidos, que luego aboliría la Constituyente convocada por Pablo Escobar Gaviria con la colaboración del M-19.
La señora consumió sus años de primaria entre Nueva York y el Gimnasio Femenino de Santa Fe. Mientras oía, del padre de otro de sus hijos, hablillas de tortugas que intercambiaba con Antonio Panesso Robledo, hermano de la pareja del trovador Mario Rivero, a quien había conocido cantando tangos en El Rosedal y ahora era decano de Filosofía y Letras en la Universidad de los Andes, donde conocería el más efímero de los amores de su vida, pero el que más le dio prestigio: el paisa que había aprendido de sí mismo a dibujar y ahora es el Picasso del lavado de activos. “Me enamoré de su talento antioqueño; estaba segura de que iba a ser el retratista más importante de Colombia y uno de los grandes mercaderes de la historia del mundo. Con él entendí qué es ser hábil: un ser excepcional que es inmoral, como la belleza de ciertas mujeres”. “Fernando era tan celoso –suspira–, en el fondo era un señor antioqueño hipertradicional, que me quería en la casa con un montón de niños”. “Fernando no me quiere mucho. Los divorcios son difíciles”. Ella tenía 19 años. El descaro del romance fue tal, que lo acusaron con las directivas de la universidad y lo echaron. Otros dicen que lo hizo echar Andres Holguín, atacado por una furia de celos. Un año más tarde de haberse casado por la iglesia con Fernando Botero, la doña se inició en la curaduría del arte organizando una exposición, que contenía, por supuesto, a su marido, en la Sociedad de Amigos del País, que acababa de inventar Carlos Lleras Restrepo frente al altozano de la Catedral.
Se casó con Fernando Botero
Botero había comenzado pintarrajeando toreros y astados en un tenderete de don Rafael Pérez, cerca de la plaza de toros de Medellín donde vendía entradas para las corridas. Estuvo un tiempo haciendo imaginarias faenas y retratos de novilleros, maletillas, banderilleros, mozos de espadas y mulilleros que le acercaba Mario Rivero, autor de muchas de las hojas de vidas falsas de los falsos toreros. Con Rivero viajó a Bogotá en los años cincuenta y con la ayuda de Belisario Betancur ingresó como instructor de dibujo en la Universidad de los Andes, donde conoció a la rica heredera de Carlota Soto. Un tiempo estuvo hospedado en una pensión que tenía un andaluz en la esquina de la 23 con séptima, dueño de dos de las tascas sitas en una vieja casa de inquilinato, diagonal de El Cisne, donde habitaban El Hombre de la Llama y el jefe de los Amautas, enemigos de Marta Traba.
La señora Traba, compañera sentimental del hijo de Jorge Zalamea, un tarambana que dejó en la miseria a su padre, se había establecido en Colombia en 1954 durante la dictadura de Rojas Pinilla, que un año después, con su iniciativa, el ministro de Educación Aurelio Caicedo Ayerbe y un grupo de empresarios e intelectuales alzatistas como Alberto Zalamea Costa, mediante el decreto 2057 de 27 de julio de 1955, crearon el Museo de Arte Moderno, que entraría en funcionamiento en la sede de la Galería Colseguros, contigua al teatro Jorge Eliecer Gaitán el 31 de octubre de 1963 bajo la dirección de la prestigiosa crítica argentina, cuya labor se había venido desarrollando en revistas como Mito y Semana, pero fundamentalmente en la TV con sus programas ABC del Arte, Una visita a los museos y Punto de vista, este último, causante de su expulsión de Colombia. El 8 de septiembre de 1966 invitó a su programa, que se emitía por Teletigre, a un dirigente estudiantil y un director de teatro a debatir las causas de las protestas estudiantiles contra el gobierno. La policía ingresó a los estudios y prohibió la emisión del programa. El gobierno, con su ministro de Relaciones Exteriores a la cabeza, el doctor Germán Zea Hernández, procedió a expulsar a la argentina el 21 de junio de 1967, que logró impedir “casándose” por la iglesia con el padre de su hijo, el futuro pintor Luis Zalamea Traba. Las buenas lenguas se preguntan, desde entonces, cuántas serían las aprensiones de la señora Gloria Zea con Marta Traba, cuya inteligencia superaba en millardos la riqueza del marido de la primera, Mr. Coffee & Mr. Xerox, Andrés Uribe Campuzano, ella, que vivía en la más opulenta mansión de Park Avenue, entre los rascacielos, con Rolls Royce, mayordomos y mucamas en la puerta, vestía de Versase, Gucci, Balenciaga, Ungaro y Dior, y cada vez que salía a la calle nadie podía comprarla por menos de los 15.000 dólares que llevaba puestos. Amparo Sinisterra, Consuelo Araujo, Fanny Mickey, Fanny Osorio, Sofy Pizano, Sonia Osorio o Teresa Santamaría eran unas pobres pata hinchadas frente ella, la Reina del Chantecler.
Gloria Zea y Andrés Uribe Campuzano
Pero fue el Museo de Arte Moderno la joya más preciada de la señora mientras vivió su marido multimillonario. No solo era su imagen metropolitana y de Gran Manzana, sino su Palacio del Eliseo de la nueva sociedad que su codicia y soberbia creó, rodeada de gerentes de multinacionales, lavadores de divisas, contrabandistas, mafiosos dueños de enormes terrenos capitalinos como el negro Pablo Rayo Montaño, alias don Pa, pensando que podía ascender a los cielos del poder haciendo presidente a su hijo mayor, el hijo de su madre, pero con el apellido de su padre. Con tanto éxito, que los gobiernos descompuestos de la Ventanilla Siniestra y el Estatuto de Seguridad, la nombraron directora del Instituto Colombiano de Cultura, Colcorrupta; presidente de la Editorial Planeta, gerente de Pro Cultura, decano de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de los Andes, productora cinematográfica, miembro del Consejo Internacional del MoMA de Nueva York, negociadora con las guerrillas de las FARC durante el gobierno de Betancur e influencer en todo lo habido y por haber.
Su labor en Colcorrupta fue severamente criticada desde todos los sectores, tanto de la derecha como de la izquierda. Jorge Child, uno de sus más feroces impugnadores, la llamaba la zarina de la cultura sofisticada que quemaba millones de pesos en espectáculos de ópera y obras de teatro replicadas, pobremente, de los repertorios de París o Nueva York, la rutilante y estrepitosa empresa operática, cargada de brocados, sedas, candilejas, gorgueras, arias y dos de pecho, mientras nunca se ocupaba de la música popular o las danzas tradicionales. Y sugería que todo lo hacía para dar gusto a uno de sus predilectos, un director de pacotilla, joven y hermoso, llamado Daniel Lipton, a quien tuvo en Colombia casi quince años y luego sería acusado en Canadá de abusos sexuales. Otro tanto decía Child de las inversiones, con dinero público, que hacía la señora en la compañía neoyorquina donde actuaba su hija, un musical titulado Amadeus y el clavecinista Rafael Puyana la acusaba de discriminaciones porque “se había apoderado de la cultura del país para su vanagloria, con una gran habilidad para intrigar, pero con una profunda ignorancia de lo que es la creación artística”, y sostenía que había convertido la Ciudad Perdida en un club privado que manejaba a su amaño.
“El Instituto Colombiano de Cultura –sostenía Jorge Child– es un ejemplo elitista e indeterminado de los «caprichos culturales» de sus directivas que, obviamente, no tienen la culpa de no desarrollar una política cultural del Estado, porque no existe. Por eso se financia una ópera para la élite del Teatro Colón de Bogotá y no se financian investigaciones que contribuyan a descubrir las formas de creatividad del conocimiento. A los investigadores nadie los financia, como tampoco el Estado utiliza los medios de comunicación masiva para transmitir conocimientos socialmente útiles, sino para adjudicarles espacios comerciales a las programadoras de noticias, películas y modas culturales que ellos escogen según les parece. Aquí todavía creen que la cultura es un esparcimiento elitista y no una investigación de la realidad social en la que debe participar todo el pueblo. Seguimos siendo victorianos sin hablar inglés y sin vivir en el Londres decimonónico».
Gloria Zea en Jet-set
Como presidente del grupo Planeta, Gloria Zea fue el peón de brega para la penetración, en Colombia y América Latina, de la industria editorial española controlada por el Partido Popular, sirviendo a José Manuel de Lara, que se hizo en esos años con los despojos de la gran editorial Seix Barral con la cual Carlos Barral había puesto por los cielos la literatura latinoamericana y terminaría, antes de morir, dueño de El Tiempo, quien lo vendió a Luis Carlos Sarmiento por la bicoca de 257 millones de dólares. De esos años viene la colaboración de la treintañera Ana Roda, inventora de las bibliotecas públicas, para atiborrar de impresos españoles miles de edificios municipales donde nadie asiste y hacer de las sucursales del Banco de la República una suerte de tumba de epítomes peninsulares que han desplazado los libros de las viejas editoriales nacionales como Bedout, Voluntad, Tercer Mundo, El Ancora, La Carreta, Temis o El Buho. El daño causado por esta aventura de la señora Zea, imprimiendo millones de libros de historia mamerta, novelas, libros de cocina, fotos, etc., sirvió también para enriquecer a Propal, que junto con la Editorial Oveja Negra, el gran invento del estafador más premiado de García Márquez, sirvió para que el hijo de Alvaro Mutis convirtiera en novelista a un ex convicto por soborno a la Constituyente de Rojas, haciendo de paso héroes literarios a esa pléyade de memos integrada por Jorge Franco, Mario Mendoza, Héctor Abad Faciolince, Santiago Gamboa, Laura Restrepo, Patricia Lara, Efraim Medina, Roberto Burgos, Alfonso Carvajal, Fernando Quiroz, Piedad Bonet y Juan Esteban Constaín, entre otros. Vale recordar que el primero de los libros publicados por Colcultura con la dirección de Juan Gustavo Cobo fue la traducción de Las flores del mal de Baudelaire, hecha por el padre de la última criatura.
Fueron los años de las vacas gordas. Cuando un señor Padilla y otro López, dueños de una galería que era museo, decidieron vender a la nueva clase, la narcocracia, cuadros de pintores colombianos a precios astronómicos. Los narcos cambiaban sus toneladas de dólares guardados en los Estados Unidos por enormes pinturas que sus mujeres colgaban entre los 600 abrigos de piel y los 800 pares de zapatos. El pintor preferido de los señores y señoras era uno cuya temática concurría era la pintura figurativa de gran formato con mujeres desnudas, caballos, escenas de matrimonios, jugadores de naipes, coperas, cabareteras y amoríos, todo enmarcado en acontecimientos populares de feria de pueblo. Un pintor cuya obra valía en 1950 unos 30 dólares, para los gobiernos de López y Turbay unos 100.000 y para la primera década de 2000, unos 2 millones, como si la pintura del colombiano fuera más rentable que la coca, pues se había incrementado en 1.540% en medio siglo. Precios que se derrumbarían cuando el señor Padilla terminó en una cárcel neoyorquina, tras la caída de Pablo Escobar, la captura de los hermanos Rodríguez y la condena del hijo mayor, que había guardado la plata robada de los financiadores de Ernesto Samper en las cuentas de papá.
Gloria Zea de todos los santos
Para lavar los pecados del niño, el obeso padre “regaló” a Colombia y Medellín una colección de sus cuadros de museo y unas cuantas estatuas infladas que cobró a precio de Vaticano, para de bumerán lavar impuestos por casi 2 billones de dólares. Varios artículos de prensa dan noticias de sus exóticos camelos.
El Mambo había servido entonces para promover la obra de su ex marido, el padre de “mis tres hijos, tres Boteros maravillosos, los mejores que ha hecho el maestro y que no se pueden colgar en la pared”.
Su tarea en el museo fue cuestionada durante más de medio siglo. Se decía que hacía lavar los tapetes de sus casas de Tabio y Bogotá en las dependencias del centro, que usaba los cuadros de la colección permanente para decorar sus cenas privadas, que ponía el museo al servicio de sus amantes, como el Centro de Estudios Teatrales que controlaba Giorgio Antei, a quien había hecho nombrar director en la Escuela Nacional de Arte Dramático, o la revista que pagaba y editaba el museo para el mismo centro, o la retrospectiva que hizo del padre de su otro amante Jorge Alí Triana, a lo que agregaban los malquerientes que descuidaba la colección almacenada entre lugares húmedos y mal olientes, el desprecio que sentía por la sala de cine y los cineclubes, cuyo local era un sanitario oficial oliente a orines y popó, las preguntas de dónde iba a parar todo el dinero que recogía de subastas de maquetas, ediciones limitadas de computadores, cenas de beneficencia y cenas personales y sonados cocteles para amigotes, o las enormes sumas de dinero que recibía del erario público si los montajes y exhibiciones eran de una pobreza y ordinariez digna de un trapense. Además, era acusada de hacer exhibiciones comerciales, como cuando expuso 300 sillas, lámparas y afiches españoles, o una gigantesca foto de un caballo galopando en la plaza Bolívar, o su afición mamerta a celebrar las barbaridades de los guerrilleros como cuando expuso 89 pinturas de ex combatientes, organizada por un tal Echavarria, que llamó, ladinamente La guerra que no hemos vivido, donde no había victimas por ninguna parte. Los artistas nacionales se quejaban del lamentable estado de sus obras, o su desaparición total, como fue el caso de La corona para una princesa chibcha de María Fernanda Cardozo, que dejó de existir, con la estructura de metal oxidada y torcida y las lagartijas disecadas sin patas, al Narciso de Oscar Muñoz que le hicieron dibujos con lápiz encima, la mancha de humedad de una de las cajas de Álvaro Barrios, la cama abollada y torcida de Beatriz González, el Enchufe en la pared de Santiago Cárdenas que estuvo treinta años enrollado en una caja, los dibujos de Lucas Ospina que desaparecieron de repente, el Cupido de la Venus desarmando a Cupido de Carrier Belleuse con el dedo pegado con un chicle, o la historia de que tuvo o tiene pignorada a un banco o a varios los cuadros más valiosos de la colección permanente, etc., etc. Y para colmo de males, un día le dio por exhibir una colección de Barbies, porque era la muñeca que le gustaba a su hijita.
Al final de sus días le dio porque los colombianos debían regalarle 44.000.000.000 millones de pesos para ampliar su museo con el proyecto de ley 147 de 2012 del Senado. Cosa que no pudo lograrse, porque la envidiosa de Mariana Garcés, que la odiaba, se le atravesó en el camino.
Tenía razón la otra Gloria. Le habían dicho hasta P.U.T.A., a lo cual respondió: “Es injusto porque lo único que no he hecho por el museo es prostituirme en la Carrera Séptima”.
Los hijos de Gloria Zea: el escritor Juan Carlos, la actriz Lina y el ex presidiario Fernando Botero Zea
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