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La otra Corea

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En Corea del Sur, un chico de extracción humilde conoce, por casualidad, a una muchacha precaria en la puerta de una tienda de almacén. Intercambian palabras, fuman en una calle adyacente al negocio. Sienten una atracción inmediata. Hacen el amor en una escena subsiguiente, después de entrar en un pequeño departamento. No se les juzga, no se les endiosa por conmiseración, no se les manipula en un plano binario. La cámara los filma con el hiperrealismo de la nueva sensibilidad naturalista.

El director es Lee Chang-dong, uno de los últimos todoterrenos de la modernidad asiática. Sus películas acaparan las miradas de los críticos en los festivales clase A. Su filme Poetry encandiló las pupilas de Cannes. Oasis dejó al mundo estupefacto por su dureza expositiva.

El autor ocupó el cargo de ministro de la Cultura de su país, por un breve lapso. Decidió separarse del puesto cuando descubrió la insólita red de corrupción de su entorno. Imagínense la diferencia con los funcionarios de la revolución chavista, prestos a cohonestar la impunidad de los patriotas cooperantes encausados por la justicia internacional. Va siendo hora de organizar una limpieza del sistema putrefacto del socialismo del siglo XXI, mediante elecciones o caminos alternativos.

Mínimo dar el ejemplo con el caso de Lee Chang-dong en Corea del Sur; un hombre íntegro y digno de las bellas artes.

De vuelta a la inmensidad de su obra reciente, Burning cierra el cuadro de la pareja protagónica, antes descrita, con la inclusión de un tercer personaje: un misterioso millonario de sonrisa enigmática y procederes fríos. La suma de sus existencias imprime un mosaico abstracto y conceptual de la actualidad de una nación dividida. No en balde, su territorio nace de una fragmentación en la guerra fría, aunada a la tensión bipolar con su vecino del Norte. En el tejido del largometraje, de hecho, logramos atisbar el aroma de la amenaza bélica, producto de la cercanía con la frontera.

A la distancia se escuchan sonidos intimidantes de un enemigo casi íntimo.

Los jóvenes de la película sospechan de ellos, de su pasado, de su presente, de su futuro. Parecen traicionarse con la mirada, con la apatía, con los silencios, con los sobrentendidos. El retrato de su incomunicación describe las profundas grietas de la generación de los millennias. El genio de Murakami escribió la historia original adaptada por el guion de la pieza.

Una música recurrente, de sonidos étnicos y contemporáneos, acrecienta el clima de suspenso, de extrañeza, de introspección subjetiva, de relato de cámara.

Estamos en los predios de un drama que, de repente, muta en un thriller de investigación, acoso, intriga y explosión de sentimientos contenidos. Ecos de grandes titanes de la periferia se respiran en el entorno, olfateando las esencias de Kim Ki-duk, Bong Joon-ho, Hong Sang-soo y Park Chan-wook, los cuatro pilares de la escuela de Seúl.

El fuego del título cobra vida en la pulsión inflamable de los caracteres al borde del precipicio, de la fuga, de la huida, del desencuentro, del recelo mutuo, de la inevitable venganza sorda y ciega.

La chica desaparece y enciende la chispa de la duda, sobre todo en su enamorado solitario, quien señala al rico de ser responsable de la ausencia.

Los complejos se activan con la evolución del vacío, del hueco, del eclipse, del desvanecimiento de la dama. Pero las explicaciones sobran, por fortuna.

Cómo no recordar.

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