I
Después de todo, lo que uno extraña de su tierra es la gente. Al lugar donde uno quiere volver es al abrazo sin fronteras de la hija, de la madre, de los hermanos. Y por eso las maletas fueron hechas con tanta premura, casi desesperación. Preparada para un viaje de casi 24 horas.
La ansiedad del regreso, la anticipación de ver a mi hija otra vez me hicieron olvidar la experiencia del huracán Irma. De un aeropuerto a otro iba descontando las horas, hasta que llegué a Ciudad de México. Me faltaba apenas un aeropuerto más y luego llegaría al calor avasallante de Maiquetía. Estaba ya a mitad de camino.
Nada como un café expreso para calmar los nervios, ya estaba en la puerta, la G 52, un poco pasadas las 2:30 pm. Son grandes salas con montones de hileras de sillas bastante cómodas, tiendas a mitad de camino, paredes de vidrio que permiten ver la pista, los aviones y grandes pizarras colgantes que anuncian la salida de los vuelos.
Mis pies comenzaron a moverse involuntariamente. Miré hacia la pared de vidrio y afuera los aviones subían y bajaban, primero casi imperceptiblemente, pero luego vino el sonido, una bestia herida, como un gran dinosaurio quejándose y todo comenzó a crujir. Me puse de pie.
Aún con el vasito de café en la mano comencé a preguntar a las pocas personas que tenía cerca si estaba temblando. Suelo marearme, así que no podía estar segura, pero los gritos de los empleados de las tiendas me confirmaron lo que pasaba. Todos salieron despavoridos de sus sitios de trabajo y se abrazaron en grupo en medio del pasillo. El techo hacía un ruido espantoso y comenzaron a fracturarse algunas vigas.
No sé por qué instintivamente comencé a contar “un Andrés Bello, dos Andrés Bello, tres Andrés Bello…”. Los pasajeros estaban inmóviles en sus asientos. Las pizarras suspendidas bailaban con más fuerza. Yo, de pie, contando, me sentía como con el mar hasta el cuello mecida por el oleaje, pero ¡el ruido! ¡El tiempo! Dios ¿cuándo se acaba esto?
Yo conté 35 segundos, más o menos. Se fue calmando el oleaje, la estructura del aeropuerto dejó de crujir, el animal herido dejó de quejarse de dolor. Me senté junto a una pareja de ancianos venezolanos y comenzamos a conversar con un mexicano. Era el aniversario número 27 del terremoto de México y a las 11:00 de la mañana habían hecho un simulacro.
II
No hay ensayo que valga. No hay preparación para un horror como el que volvieron a vivir los mexicanos. Después del terremoto el pánico se veía en sus caras, la angustia por la familia. Nada preparado, nada que quitara el susto ni que diera seguridad. En cuanto comenzaron a pasar algunos uniformados anunciando el desalojo, los empleados comenzaron a correr.
La estructura del aeropuerto debía ser inspeccionada porque sufrió daños. Todos, empleados, pasajeros, pilotos, aeromozas, personal de las aerolíneas tuvimos que salir al descampado de la entrada. El sol no estaba enterado de la emergencia, porque brillaba en todo su esplendor. El calor aumentaba la angustia. Yo estaba sola, iba a perder mi conexión a Caracas, no tenía adónde ir, la ciudad estaba hecha una tragedia y nadie tenía respuestas.
Yo lo único que quería era llegar a Caracas.
III
¿Pero por qué quiere regresar a ese infierno? Me preguntaban unos amables costarricenses que estaban varados como yo en Ciudad de México esperando su conexión para Panamá. Lo sé, es un infierno que ni siquiera se compara con el terremoto que enlutó a los hermanos mexicanos.
Pero lo que quería era mi regreso al abrazo de mi hija, al de mi madre y mi familia. Lo que quería era sentir la compañía de mis amigos, compartir con ellos la tragedia que es vivir en Venezuela. Nadie se imagina cómo es pasar un huracán y un terremoto solo.
Pero nada me llenó tanto de angustia como el pasillo del supermercado. Nada me dio tanta tristeza como ver a la gente parada frente a los anaqueles sacando cuentas para comprar un kilo de arroz o uno de pasta. Porque en dos meses han cambiado bastante las cosas. Se consiguen los alimentos, pero son impagables. El terremoto de la ineptitud gubernamental abrió un hueco que nos está tragando a todos.
Por aquí o por allá se convoca a una protesta a la que nadie va. Ya no hay ánimos, después de haber dado hasta la vida en las calles sin resultado ¿para qué?
Eso sí, a la salida de los supermercados, en las redomas de las avenidas, hay puestos de campaña, vote por mí, voten por el partido, se desgañitan. Y la gente que no tiene qué comer ¿votará?