COLUMNISTA

El oso y el cachicamo

por Edgardo Ignacio Mondolfi Blanco Edgardo Ignacio Mondolfi Blanco

A finales de enero de 2019 la región latinoamericana presenció un cambio radical en la política de Venezuela, la cual venía de experimentar un año desesperanzador en el que la población del país había perdido la fe en su dirigencia política y en la posibilidad de un cambio a “corto o mediano plazo”. A partir del día 23 de ese mes, el presidente de la legítima Asamblea Nacional, Juan Guaidó, asumió constitucionalmente las funciones del Poder Ejecutivo, desencadenando así una serie de pronunciamientos por parte de la comunidad internacional, reconociéndolo como presidente interino de la República y calificando al ciudadano Nicolás Maduro como “usurpador” de las funciones ejecutivas del país.

Si bien fue una sorpresa para la sociedad venezolana el apoyo tan contundente de la comunidad internacional, más impactante aún fue el poco apoyo que, al comienzo, expresó Rusia al gobierno de Maduro. Rusia ha sido uno de los principales aliados económicos y militares del régimen desde la época de Hugo Rafael Chávez Frías, de modo que cabe preguntarse: ¿por qué no se dieron pronunciamientos más fuertes desde Moscú a favor del gobierno de Maduro? La respuesta es sencilla: Rusia, en su momento, no había visto el potencial que tenía el ilegítimo gobierno como pieza de negociación.

Si retrocediéramos unos meses podríamos recordar que el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, anunció la retirada militar en Siria en vista de que la organización terrorista ISIS había sido “derrotada”. Este retiro benefició al Kremlin puesto que Bashar al Assad, presidente de Siria y aliado de Putin, ya no se vería en peligro por parte de Occidente. Muchos pensamos que esta era la razón por la cual los rusos se mantuvieron tan tibios ante el tema venezolano; parecía tratarse de un simple quid pro quo entre ambas potencias sobre la base del cual si Estados Unidos dejaba de atacar los intereses rusos en Siria, lo mismo sucedería con Rusia en el caso de Venezuela.

Por ello, durante el mes de febrero, vimos cómo Estados Unidos, junto a una coalición de países latinoamericanos y algunos europeos, amenazaba diariamente al régimen de Maduro a través de los medios, aplicando sanciones contra altos funcionarios del gobierno, declarando con contundencia que “todas las opciones se hallaban sobre la mesa” (incluida la militar) y planificando el intento de ingreso de la ayuda humanitaria a Venezuela. Recordemos, por ejemplo, los tuits diarios de Marco Rubio amenazando a Maduro ante cualquier acción que se tomara en contra del presidente Guaidó o cualquier interrupción de la ayuda humanitaria, o la famosa carpeta de John Bolton con sus “5 thousand troops to Colombia” o las declaraciones de Donald Trump en Florida durante la conmemoración del Día del Presidente.

Pero, luego del 23 de febrero, una vez fracasado el ingreso de la ayuda humanitaria, la narrativa rusa cambió. Si bien Estados Unidos siguió atacando a Maduro por el crimen que suponía no permitir el ingreso de la ayuda humanitaria, los rusos variaron de postura, pasando de decir que no tenían «planeada ninguna ayuda económica” a sostener que “Estados Unidos se hallaba violando el derecho internacional al intentar intervenir en Venezuela”. Tal como dije anteriormente, se dieron cuenta del uso que le podrían dar a Maduro como pieza para asegurar sus intereses en su región.

Ahora bien, ¿cuáles son tales intereses? Para responder a la pregunta se hace necesario regresar a los inicios de Vladimir Putin en el poder. Luego de la desastrosa presidencia de Boris Yeltsin, a quien se le criticaba por ridiculizar a Rusia durante su Presidencia, Putin ganó las elecciones y, dentro de sus primeras acciones, inició una ofensiva contra los separatistas chechenos y su empeño por independizar el territorio de Chechenia de la Federación Rusa. Al derrotarlos militarmente, Putin hizo posible que una sociedad profundamente nacionalista recobrara el sentimiento de pertenencia a favor de una Rusia “fuerte”. Putin tomó acciones similares en 2008 respecto a Georgia, intentando anexar un territorio que, en el pasado, había formado parte de la Unión Soviética. Estas acciones revelaron las intenciones de Putin por devolverle a Rusia su importancia como potencia en el mundo, la cual había perdido luego del colapso de la URSS. Occidente comenzó a encender sus alarmas y, con el correr de los años, comenzó a aplicar sanciones a empresas conocidas por su cercanía al Kremlin.

El punto más caliente de esta nueva guerra fría entre Occidente y Rusia fue cuando Putin decidió anexar Crimea, una región de Ucrania que los rusos necesitaban con el fin de preservar así una de sus bases navales más importantes, tal como ocurrió en el año 2014. En respuesta, tanto Estados Unidos como Europa implementaron más sanciones. Es importante recordar también que en 2004, Estados Unidos y sus aliados facilitaron el ingreso de los países bálticos (quienes comparten fronteras con Rusia) a la Organización del Tratado del Atlántico Norte a objeto de prevenir cualquier otra agresión militar por parte de Putin que se viera guiada por el propósito de continuar expandiendo su territorio. La entrada de los países bálticos a la OTAN representó un “muro” que, sin duda, sigue incomodando a la Federación Rusa y, por ello, es importante entender que todo país ha de colocar primero sus propios intereses por encima de cualquier otra consideración.

Así como Occidente colgó ese collar formado por Estonia, Latvia y Lituania en el cuello de la Federación Rusa, los rusos lograron reforzar su pieza más valiosa en América Latina al respaldar con fuerza a Nicolás Maduro durante estas últimas largas semanas. Es evidente que la alianza ruso-venezolana no es más que una alianza basada en intereses y no en pactos ideológicos. Los intereses comenzaron siendo económicos, a partir de la venta de armamentos, prestamos al gobierno y contratos en la órbita petrolera y minera; pero, con el colapso económico de Venezuela y la poco confiable actitud del gobierno en relación con el tema de los préstamos, esa alianza había comenzado a desvanecerse.

Durante el comienzo de la presidencia de Juan Guaidó, Rusia había mantenido una postura muy suave comparada con lo que se esperaba de ellos. Más de una vez circularon comunicados en los que reiteraban no hallarse ofreciendo un apoyo económico o una cooperación de tipo militar a Venezuela más allá de los compromisos técnicos ya contraídos en la materia mientras que, por otro lado, Estados Unidos manejaba un tono cada vez más fuerte hacia el caso de Venezuela. Pero luego del 23 de febrero, cuando fracasó el intento de ingreso de la ayuda humanitaria, la cual “iba a pasar porque sí” y “significaría el golpe final al régimen de Maduro”, los rusos comenzaron a ofrecer mayor apoyo a Miraflores hasta el punto de enviar un cuerpo de ingenieros militares con el propósito de estudiar la reacción de Estados Unidos ante ello. La Federación Rusa ha pasado, pues, a expresarse en otro tono cuando insiste en que Estados Unidos está violando el derecho internacional al intentar intervenir en Venezuela, dejando claro que apoyarán a Maduro hasta el final o así, al menos, lo cree el gobierno.

Si bien la postura de Rusia hacia Venezuela pareciera ser inmodificable a partir de este punto, afortunadamente tal no es el caso. Lo mismo se había pensado en relación con los misiles emplazados en Cuba, en 1962, durante la guerra fría, los cuales fueron retirados una vez que se alcanzó un acuerdo directo entre Moscú y Washington. En otras palabras, y más allá de la tan cacareada “solidaridad proletaria internacional”, la supuesta alianza cubano-soviética se vio superada por los intereses propios de la URSS. Cuba, a fin de cuentas, no contó para nada, pese a las estridencias con que Fidel Castro denunció el retiro de los misiles. Dicho de otro modo: los rusos ven a Maduro como una pieza de negociación, saben el interés que tienen los estadounidenses en desplazar a Maduro y, por ello, han de seguir utilizando este recurso para afianzar su agenda.

Como apunté anteriormente, los rusos se ven incomodados por los miembros de la OTAN que comparten fronteras con ellos, al igual que por las numerosas sanciones impuestas a empresas cercanas a Putin; por ende, si no lo primero, lo segundo podría ser uno de los intereses que estarían dispuestos a negociar los rusos a cambio de abandonar a Maduro.

Sin embargo, ¿cuál sería el mayor problema en el marco de esta negociación? Pues, sin duda, la respuesta de los europeos. Si bien la Unión Europea se ha pronunciado en contra del régimen de Maduro y apoya un cambio de gobierno en Venezuela, este no es un problema que les genere más preocupación que su enemigo histórico, o sea, los rusos. Europa no pareciera estar dispuesta a darle “cuerda” al oso ruso, al cual tanto le temen, a cambio de ayudar a resolver un conflicto que está ocurriendo del otro lado del Atlántico. Al mismo tiempo, los países miembros de la OTAN no parecieran inclinarse a favor de retroceder frente a todo el progreso que se ha hecho hasta ahora para detener a los rusos a cambio de sacar a alguien del poder que, como Nicolás Maduro, no representa ningún riesgo real para la seguridad europea. Nada de cuanto Maduro signifique puede comparársele al riesgo que representan las aspiraciones de expansión territorial del Kremlin, demostradas en Georgia y Ucrania. Hoy en día, Rusia tiene virtualmente ocupada a Crimea y busca que la región de Osetia del Sur (la cual por cierto reconoce a Nicolás Maduro como presidente de Venezuela) se independice de Georgia para convertirla en un aliado de la federación. Todo lo cual lleva a concluir que Rusia tiene intereses claros y alarmantes para Europa, los suficientes como para no apoyar las condiciones que reclamaría Putin a fin de dejar solo a Maduro o cooperar con Estados Unidos en la búsqueda de una solución para Venezuela. De paso, convendría tener en cuenta que, desde la llegada de Donald Trump a la Presidencia, wste ha comprometido de manera severa las relaciones de Estados Unidos con la Unión Europea y la OTAN.

Por eso opino que la situación de Venezuela es una “partida trancada”. Tanto así que, si bien Estados Unidos insiste en que todas las opciones están sobre la mesa, en el fondo se hallan atados de manos en una negociación al más alto nivel con los rusos; y lo peor: en medio de una negociación en la cual, al menos por lo pronto, saben que no pueden cumplir con lo que Rusia pudiese exigir a cambio.

Lo más dramático es que los venezolanos no tienen tiempo que les sobre en medio de este paciente juego de ajedrez que pareciera estar resolviéndose entre Moscú y Washington. De hecho, vistas las cosas con cierta ironía, pareciera que estuviésemos inmersos en una especie de crisis del año 1962 pero sin misiles, en medio de la cual Estados Unidos y Rusia han ido calculando cada uno de sus movimientos. No obstante, nos queda un consuelo, al menos si vemos la forma como Cuba se quedó sin sus misiles. Para el oso ruso no somos más que un simple cachicamo, fácil de intercambiar en algún momento por otra mercancía. Y de allí que, por más que el régimen crea hallarse a salvo, esa alianza pareciera verse colgada de un hilo.